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Claro que también podría haberlo titulado: Malo, seré malo. La cuestión es que cuando me he puesto a pensar de manera no ortodoxa en el mal, lo primero que se me ha venido a la mente es la música, ¡qué raro! El mal, la maldad en el arte en general, música, cine, literatura…da mucho juego, mucho más que el bien, si no que se lo digan a Keyser Söze, Cruella Deville o al Doctor Muerte. Pero ¿qué es realmente el mal?

Anda ya un poco manida la eterna discusión entre  el hombre es malo por naturaleza: homo homini lupus,y tranqui colega la sociedad es la culpable, que sociedad no hay más que una y a tí te encontré en la calle. ¿Soy mala o me hacen mala?. ¿Es la desigualdad que genera la sociedad la fuente de todos los males? ¿Me puedo seguir manteniendo buena en una sociedad mala?

Me atrae mucho la idea de que el ser humano se ha precipitado a la hora de construir sus reglas morales. Mucho antes de conocer nuestra naturaleza y nuestras limitaciones, ya había establecida una moralidad que luego a través de la tradición y el conservadurismo recalcitrante fomentado por fanáticos religiosos y políticos corruptos se ha seguido conservando. Han impedido que la moral progrese para seguir esclavizando a los pueblos, y seguimos viviendo con una moral que corresponde a la infancia del ser humano, que no nos permite expresarnos como individuos libres que somos. Está claro que cuanto menos se conoce acerca del mundo que te rodea, más fácil es encontrar el mal a tu alrededor, la ignorancia y la superstición son una base fundamental para crear y fomentar el mal, y la historia nos avala en esta conclusión. La religión y la política son el culmen de la ignorancia y la superstición y base para el dominio y subyugación de las mentes ignorantes. El terror domina las masas y el mal provoca terror, por lo que ha sido una herramienta ampliamente utilizada por la iglesia y los gobiernos de las distintas épocas y culturas de la raza humana.

La percepción del mal como imperfección se nos queda un tanto lejana al pueblo llano.El mal se puede enfocar como privación y defecto, y debilidad y desproporción y error, y frustración del objetivo, de la belleza, de vida, de inteligencia, de razón, de perfección de causas. Pero lo imperfecto no tiene porqué ser malo. Somos seres imperfectos, la naturaleza no es infalible. Lo infinito y lo perfecto son términos que están superados, o al menos deberían. Dios no tiene nada que ver con el mal, Dios no existe, el mal sí. Lo infinito y lo perfecto son ideas. Quizás si pueda estar más cerca el mal de las expectativas erróneas que nos formamos acerca de nuestra vida y de la felicidad. Cuando no conseguimos nuestros objetivos nos frustramos y esa frustración puede canalizarse hacia el mal. 

Que el hombre es malo por naturaleza quiere decir que sabe lo que está mal por las leyes morales que le han inculcado y aún así las trasgrede. Pero esa trasgresión no tiene por qué ser continua. Es decir, nos saltamos las reglas, pero sólo a veces, un poquito, o siempre que podemos. Somos buenos y malos a la vez y en diferente medida. Según avanzamos en la vida y según la vida nos vaya tratando seremos más o menos malos. Al menos tendremos la capacidad de ser tanto buenos como malos, y además esa capacidad estará supeditada al contexto en el que estemos sumergidos. Eso es lo que tiene el libre albedrío. Si no consideras que hay una entidad superior, llámalo Dios, llámalo quark, llámalo X, que equilibre el mal cósmico para que el bien sea el vencedor sempiterno, lo llevas un poco más crudo, ya que tendrás que asumir que los hijos de puta se saldrán con la suya sin ninguna contraprestación en la otra vida. Entonces es cuando tú tomas la decisión de cuánto de malo quieres ser, cúanto de bueno, cuánto te cabrea que el mal venza y cuánto te gusta. Recordad que entre el 3 y 7% de nosotros somos sociópatas y esto del mal como que nos la repanpinflaría.

Por lo tanto, ante el mal se pueden adoptar diferentes posturas. Los hay que lo aceptan pero le niegan cualquier tipo de superioridad frente al bien, como por ejemplo los cristianos, para los que el mal es carencia y privación y siempre está supeditado al bien. Los hay que se dan cuenta de que existe y tratan de buscar su origen y sus causas históricas para que mediante el análisis de las mismas podamos proceder a eliminarlos. Los hay que lo provocan para afirmarse como ser humano frente al mundo y frente a Dios.

Y los habemos que lo contemplamos como una parte intrínseca e inherente de la realidad, que hay que aceptar y afrontar, hay que usar y negar, pero en ningún caso podemos eliminar. Eliminar el mal sería eliminar la cultura, la sociedad, la raza humana, la naturaleza y en defnitiva la realidad. No podemos eliminar algo que nos trasciende, el mal es como la verdad, está ahí fuera y tu puedes formar parte de él o no, compartirlo o no, pero no puedes alterar su esencia, su realidad es independiente de la tuya. El ser humano lleva el mal dentro, al igual que el bien, ambos forman parte constitutiva de su naturaleza, y algún día descifraremos los genes que nos hacen ser proclives hacia un lado u otro de la balanza.

 Desde el punto de vista ontológico podemos distinguir, como hizo Leibniz, entre el mal metafísico, el mal físico, y el mal moral. En la tradición occidental el metafísico ha sido considerado casi siempre como algo negativo, privativo, ligado a la imperfección y a la falta de ser. Como algo no separable en un conjunto que, globalmente, se encuentra dominado por el bien. Dicha tradición es en líneas generales optimista. Incluso se ha justificado la existencia necesaria del mal como exigencia de completitud del Universo, que no sería todo lo rico que es posible si de él se excluyera el mal. Esta idea de completitud del Universo, analizada por Lovejoy como la gran cadena del ser, consiste en la necesidad de utilizar todas las clases posibles de seres para formar el mundo. Este principio de plenitud considera que el universo es un plenum formarum y que en él ninguna potencialidad del ser debe quedar incompleta. El mundo es más perfecto cuanto más cosas contenga. El principio de plenitud suele ir asociado con un principio de continuidad  según el cual todos los seres se imbrican en un mundo continuo que pasa de un eslabón de ser a otro mediante variaciones imperceptibles. Se añade además el principio de gradación unilineal que da lugar a un orden jerárquico.

Esta idea de la gran cadena del ser de raíces platónicas y neoplatónicas pasó a través de la Escolástica medieval y de la Filosofía Natural del Renacimiento hasta llegar al optimismo universal de Leibniz, que le dio su forma más acabada y sistemática. Posteriormente se desplegó históricamente en la Ilustración y el Romanticismo y llegó hasta nuestra época a través de las discusiones biológicas del siglo pasado. Para la noción del mal metafísico, la noción de gran cadena del ser y los principios de plenitud y continuidad son esenciales porque permiten justificar el mal y asignarle un puesto ínfimo, pero puesto al fin y al cabo, en el extremo inferior de dicha cadena del Ser.

Plotino, en su gradación ontológica colocaba el mal como el último grado del Ser. El mal está relacionado con la materia en tanto que ésta no ha sido aún ordenada por las formas ideales. La materia es el mal debido a su indeterminación, a su falta de cualidades propias. El mal ligado a la materia es el mal primario, ontológico, al cual sigue el mal moral, el vicio, que aparece en el alma, debido a la cercanía de éste a la materia. El vicio se debe a la debilidad del alma y dicha debilidad tiene su origen en que alma y materia no están separadas sino mezcladas en los seres humanos y ésta contamina a aquélla. La teoría del mal de Plotino es una reconstrucción de las teorías platónicas y está dirigida contra los gnósticos que aceptaban un principio del mal independiente. Los gnósticos consideraban dos tipos de mal: uno meramente privativo cercano a la materia y otro positivo producto de una decisión voluntaria. La dualidad está inscrita en el ser del hombre que desde su creación tiene dos almas: la terrena y la psíquica. Esta dualidad presente en el hombre, no hace más que reflejar la dualidad entre un Dios malo, Demiurgo, creador del hombre y del mundo y un Dios bueno, cuya oposición da lugar a una concepción dramática del Universo, que acaba con el triunfo del bien sobre el mal.

Nuestra tradición occidental judeocristiana siempre ha rechazado la igualdad ontológica del bien y el mal. Éste último ha sido considerado siempre como un no ser, como una mera apariencia ligada a la finitud. El pensamiento cristiano medieval moduló estas teorías en gran cantidad de versiones, que tienen todas en común y como fundamento la idea del mal como carencia, imperfección y limitación consustancial a las criaturas. Dios sólo lo permite y no da lugar a él, ya que Dios sólo es responsable del ser en tanto que perfección y el  mal deriva de la imperfección, limitación y carencia de los seres creados. En la consideración cristiana del mal están mezclados sus aspectos metafísicos y morales, aunque en la Patrística griega se resalta el aspecto metafísico considerándolo como una carencia en la creación, y en la Patrística latina el aspecto moral, considerándolo como pecado en tanto que privación de algún bien. Agustín considera que la cuestión del bien y el mal es objeto de la moral y parte de la noción de Dios como primer ser, inaccesible a toda corrupción y cambio. El mal de una cosa cualquiera es todo lo que es contrario a su naturaleza.

El mal es una privación e implica una naturaleza a la que puede hacer daño. El ser es un producto del orden, la corrupción en tanto que desorden produce el no ser. El principio de orden asegura un lugar a todas las cosas, incluidas las defectuosas, y además el optimismo cristiano no abandona a su suerte a dichas cosas defectuosas sino que aspira a recuperarlas mediante el movimiento ordenado puesto en marcha por la Redención. Dios no crea los males sino que los ordena de manera que puedan mejorar y llegar a su más alto grado de perfección. En El libre albedrío, vuelve Agustín a plantear el problema del origen del mal rechazando que sea Dios su autor, y afirmando que cada ser humano que no obre rectamente es el verdadero y propio autor de sus malos actos. Dios castiga las malas acciones justamente porque éstas proceden de la voluntad libre del hombre. El mal es la privación del bien, que se identifica con el ser. Por ello no hay ninguna cosa que sea completamente mala, porque entonces dejaría de ser, pura y simplemente. No hay mal sin bien y ambos pueden coexistir al mismo tiempo en una misma cosa.

Esta visión del mal como carencia y privación supeditado al bien se mantiene en toda la tradición cristiana. Para Pseudo Dionisio el mal no es algo existente, ni algo que provenga de lo inexistente, ni está en los seres que existen. Mientras que el bien viene de una causa íntegra, el mal proviene de muchos defectos parciales. La existencia del mal, es, pues, accidental. El mal es privación y defecto, y debilidad y desproporción y error, y frustración del objetivo, de la belleza, de vida, de inteligencia, de razón, de perfección de causas. Vemos confluir las tradiciones neoplatónica y cristiana en la consideración del mal como una apariencia, una privación; es importante la consideración del mal como producido por la mezcla de cosas desemejantes que luego veremos expuesta en Espinosa.

Tomás de Aquino considera el mal como una privación de un bien particular, más que como una realidad en sí. Hay que aceptar la existencia de un bien universal al que se reducen todos los bienes. Dado el paralelismo entre ser y bien, todo lo que es alguna realidad debe ser un bien particular, el mal, en cuanto tal, no es una realidad en las cosas, sino la privación de algún bien particular. El mal existe pero no es ninguna realidad, se da en las cosas como privación, no como algo real. Se da en el entendimiento y no en las cosas, el mal es cualquier privación, bien sea de forma, orden o medida; se considera aquí desde el punto de vista metafísico. El mal moral o pecado se dice sólo de los actos que carecen del debido orden o forma o medida. La culpa viene debido al carácter voluntario del pecado. El mal moral depende por tanto del libre albedrío.

Retomando a Leibniz, en su Teodicea, intenta explicar la existencia del mal y justifica la bondad de Dios. Hoy puede reinterpretarse toda la teología como el intento de explicar la existencia del mal en el mundo y la cuestión del sentido de la vida, acudiendo a la existencia y actuación de un Dios bueno y providente. La teodicea, entendida como antropodicea y cosmodicea, puede considerarse el intento de explicar racionalmente las cuestiones del sentido y el problema del mal, acudiendo sólo a hipótesis naturales y humanas (económicas, sociales y políticas). El principio fundamental de toda la Teodicea es que Dios es bueno, omnisciente y todopoderoso, y después de analizar todos los mundos posibles en sus infinitas combinaciones ha elegido (con necesidad moral y no metafísica frente a Espinosa) el mundo actual como el más perfecto de todos.

El optimismo leibniziano parte también de que la suma completa de males es muy pequeña respecto a los bienes y si esto no es así en nuestro mundo, es seguro que es verdad si se considera el conjunto de la creación que conocemos sólo en una parte muy pequeña. Plantea por tanto una limitación cuantitativa y cualitativa de los males respecto a los bienes. Hay poco mal y además este mal es muy poco desde el punto de vista ontológico.

El mal no tiene un origen exclusivo moral. Sino que antes del  mal moral, es decir, del pecado, existe un mal metafísico ligado a la imperfección y a las limitaciones esenciales de las criaturas. La concepción del mal como carencia, privación, deficiencia ontológica, es decir, como radical limitación o imperfección, propia de la tradición cristiana, se repite en Leibniz. El origen metafísico del mal, sin embargo no está en Dios, ya que El desea siempre el bien y elige siempre lo mejor. La actuación se debe a la voluntad total, y en ésta intervienen otros motivos que pueden aconsejar a Dios que permita el mal local para asegurar el bien en la totalidad del Universo. El pecado depende de las criaturas dotadas de libre albedrío a las que Dios deja hacer sin interferir en sus acciones. Dios es la causa del material del mal, que consiste en lo positivo, y no de lo formal de éste, que consiste en la privación.

El mal no es algo substancial, sino meramente algo accidental, una privación desde el punto de vista metafísico. Desde el punto de vista moral el mal depende de la voluntad humana, que es libre. La voluntad para nuestro filósofo siempre encuentra una razón suficiente para actuar y esta razón supone que el equilibrio perfecto que impide la elección es imposible. El hombre es libre e igualmente Dios, que no está sometido a una necesidad radical para actuar, por ejemplo, para crear el Universo, frente a Espinosa, para quien Dios daba lugar de forma necesaria al Universo. En cuanto al hombre, todo en él está determinado hasta el punto de que su alma es una especie de autómata espiritual que actúa en virtud de sus propias leyes y de sus estados precedentes, y sin embargo, sus acciones son contingentes y libres.

Aunque la felicidad de las criaturas es un objetivo de Dios, no es su único objetivo ni el supremo, y por esto, la desgracia de algunas de estas criaturas puede producirse por concomitancia, como producto de la realización de bienes más grandes, de manera que la mezcla de bienes y males resultante sea tal que el bien domine sobre el mal. Cuando Dios ha decidido crear el universo, se ha producido una lucha entre los posibles que pretenden todos la existencia y la han obtenido aquellos posibles que todos juntos produjesen el máximo de realidad, de perfección y de inteligibilidad. La creación resuelve pues un problema de máximos y mínimos, cómo producir la mayor perfección posible por las vías más simples y más fecundas.

El mal metafísico depende de la imperfección constitutiva de las criaturas y de su sumisión a un plan cuyo objetivo es la consecución de un máximo de bien; el mal moral depende de nuestra voluntad y es permitido por Dios en concomitancia con dicho bien máximo. El mal físico es para Leibniz, una consecuencia del mal moral. Las irregularidades que el sufrimiento y los monstruos suponen respecto de las leyes de la naturaleza sólo dependen de nuestra ignorancia; vistas desde el punto de vista de la sabiduría divina, estas aparentes excepciones son tan normales como las demás realizaciones que consideramos normales. Otra vez la causa del mal está ligada a nuestra limitación y parcialidad.

Resumiendo, el mal es una mera privación que no requiere para su explicación un principio positivo, tampoco hay que atribuirlo a la materia, sino que es el resultado no querido de un orden óptimo, que no podría mejorarse eliminándolo.

La concepción cristiana del mal recibe una inflexión antropológica en la obra de Ricoeur. En Finitud y Culpabilidad analiza la debilidad constituyente del hombre y la expresión simbólica del mal a través de los mitos de creación, del primer hombre y del alma exiliada. Conceptualiza la labilidad humana que hace posible la falta de, el pecado y por tanto la culpa. Sitúa la miseria humana en el carácter forzosamente intermedio de su condición, intermedia entre cielo y tierra, entre lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande, entre Dios y las bestias. Una filosofía del sentimiento se propone como la más adecuada para expresar la fragilidad de ese ser intermedio que somos teniendo su objeto en la separación abierta entre la exégesis puramente trascendental de la desproporción y la experiencia vivida de la miseria.

La conclusión es una visión conflictiva del ser humano, un ser constitutivamente lábil, frágil, falible, debido a que la posibilidad del mal moral está inscrita en su constitución. Esta labilidad se basa más que en la limitación metafísica en la desproporción constitutiva del ser humano, que hace aparecer la síntesis frágil del hombre como el devenir de una oposición: la oposición de la afirmación originaria y de la diferencia existencial. Esta desproporción humana abre la posibilidad del mal, no es sólo el punto de inserción del mal ni sólo su origen, sino la capacidad misma del mal.

El paso de esta capacidad del mal a la realidad del mismo, lo lleva a cabo Ricoeur mediante el análisis de la confesión que la conciencia religiosa lleva a cabo del mal humano y a través del estudio de la simbólica del mal. Los mitos analizados por Ricoeur son los referidos al origen del mal:

  • Los mitos de creación consideran que el origen del mal es coextensivo al origen de las cosas, es el caos que se enfrenta al acto creador de Dios
  • Los mitos de caída en cambio consideran el mal relacionado con la caída del hombre (el pecado original), algo que tiene lugar accidentalmente en una creación ya acabada
  • Los mitos trágicos, situados entre los dos anteriores, son debidos a un castigo de un dios que previamente hace enloquecer al héroe y luego lo castiga por su desmesura
  • El mito del alma exiliada supone la escisión entre cuerpo y alma en el ser humano.

Plantea la aporía que resulta de intentar conjugar la inmediatez del símbolo y la mediación del pensamiento, y que sólo podrá remediarse mediante la elaboración de una filosofía hermenéutica de alcance ontológico y antropológico, que no sea ni una reflexión alegorizante ni una especulación gnóstica, y que sea capaz de comprender el mal superando a la vez la visión ética del mal, propia del uso alegórico de los símbolos y la visión trágica del mal propia del uso gnóstico de los mismos, dando lugar a una visión ético-trágica que concilie las dos visiones opuestas.

La concepción clásica del mal se resume en la afirmación de que la nada y el mal son coextensivos, como lo son el ser y el bien, al menos eso dice Kolakowski. Pero no sólo él, porque se trata de una creencia compartida por la gran mayoría de los pensadores de la tradición greco-cristiana, desde Proclo a Schelling. Proclo, en Sobre la existencia del mal, sitúa el mal en una estructura lógica enmarcada por las categorías de substancia, causa eficiente y causa final. El mal es el vacío que amenaza la integridad y la completitud del ser, el principio de la ruina que corroe al ser. Dado que el ser se identificó con el Uno que es el Bien, el mal no goza de substancialidad, sino que adquiere su existencia sólo de manera relativa, dependiente del ser. La necesidad de conceder una cierta densidad ontológica, aunque sea derivada, al mal le viene exigida porque un mal absoluto, completamente negativo, caería en el abismo de la indecibilidad, escapando al logos, incapaz de ser captado por el discurso.

Proclo concede al mal la cuasi-existencia como su estatuto ontológico y afirma que el ser le pertenece por accidente y no substancialmente. Este carácter dialéctico del mal, su oscilación ontológica entre el ser y el no ser, se mantiene a lo largo de toda la tradición occidental hasta culminar en Schelling, el cual considera que el mal es una nada y a la vez un ser muy real, cuyo estatuto ontológico se expresa en formulaciones paradójicas, positividad de lo negativo, ser de la negación.

El optimismo dominante en la tradición cristiana, defendido por Leibniz, Pope, Shaftesbury y Bolingbroke, consideraba el mal desde el punto de vista de la creación en su conjunto y concebían la providencia divina como un gigantesco mecanismo de redistribución que ajustaba continuamente los bienes y los males para que su conjunto fuera siempre el óptimo.

Cuando Voltaire comenzó a criticar el optimismo universal, partió no del punto de vista del conjunto sino desde el punto de vista de los que sufren las consecuencias directas del mal y desde este enfoque denunciaba el optimismo por inhumano. En Cándido, considera los males morales, y en clave ilustrada, sitúa la fuente principal de dichos males en el hombre mismo, en sus instituciones y costumbres. Voltaire afirma que no se puede decidir entre las diferentes teorías que se han dado a lo largo de la historia sobre el origen del mal, y entre las cuales el optimismo es una más. La crítica última de Voltaire al optimismo residía en el hecho de que dicha doctrina al justificar todos los males impedía a los hombres la eliminación de ninguno de ellos. Debía pensarse que ya que el hombre es el autor de sus males, es también el único que puede remediarlos mediante la educación y la tolerancia, en resumen, mediante la ilustración.

Tenemos pues, por un lado, los que niegan densidad ontológica al mal aunque reconocen su existencia (la tradición griega y la cristiana); por otro los que reconocen la entidad del mal y tratan de analizar sus causas (históricas y no ya metafísicas) para eliminarlo. Pero hay una tercera postura: la de aquellos que más que a eliminarlo tienden a provocarlo como signo de afirmación del carácter creador del hombre que se opone así a Dios en tanto que principio de bien; ésta ha sido la postura de los malditos, que desde Sade hasta Bataille y Klossowski, pasando por los visionarios ingleses, han entendido el mal positivamente como una trasgresión activa de las leyes naturales y religiosas, como la afirmación última y radical de la humanidad. El prototipo de esta actitud lo constituye el Divino Marqués, cuya obra pretende ser la puesta en acto de un proceso creativo que a través de la trasgresión constante dé lugar a un principio del mal tan radical que sea capaz de sustituir a Dios en tanto que principio del Bien. Es la Perversión misma, y afirma el mal liberando aquello que como anomalía es reprimido por el bien que constituye la norma y garantiza la ley. El goce del libertino puesto en escena en los relatos sadianos, está rigurosamente planificado y medido; es más el producto de un plan minucioso que el súbito arrebato de la pasión. El gozo sadiano es contenido, refrenado por el método y la razón.

El afán transgresor de Sade es tal, que su figura del libertino real no es nada más que una imagen pálida de un libertino ideal (personificación del Diablo) que hiciera el mal continuamente y con intensidad infinita. La figura de Sade como defensor de la Perversión frente a toda neurosis, fuente y resultado a la vez de la cultura, ha dado lugar a una estructura caracteriológica definida como sádica, opuesta clásicamente a la estructura masoquista

Las pretensiones de instaurar un humanismo ateo y materialista mediante la transgresión consciente y premeditada de todos los tabúes sociales, concediendo un estatuto ontológico positivo al mal que ya no depende esencialmente del bien, sino que se sustenta en sí mismo y pretende incluso desplazar al bien, no es patrimonio único de Sade y los materialistas franceses, también los poetas visionarios románticos ingleses y alemanes pretenden lo mismo, aunque de otra manera, más mística y con un lenguaje religioso aplicado directamente al hombre.

Blake desarrolla una visión prometeica del hombre que gracias al genio poético es capaz de trascender en cada instante su finitud y elevarse de forma apocalíptica a la eternidad. El hombre es un ser dual, por un lado es una criatura y tiene una existencia finita, por otro lado puede devenir creador gracias a la divinidad que contiene en su ser. En su obra se invierten los símbolos del bien y del mal, mientras que Satán aparece como el depositario de la energía creadora, el Ángel aparece como el defensor del dogmatismo ascético e hipócrita típico del cristianismo tradicional.

Junto a Blake, forman parte de la Escuela Satánica inglesa Byron, Shelley e incluso Keats. Estos poetas crearon un mundo imaginario, producto de sus visiones, que oponían al cristianismo, y en el que el Mal entendido en un sentido positivo y creativo tenía un papel preponderante. El antropocentrismo consideraba al hombre como el auténtico ser creador debido a su capacidad imaginativa y a su genio poético. Es el pecado lo que caracteriza al hombre, pero dicho pecado en lugar de ser motivo de vergüenza, es ocasión de orgullo, ya que es el producto genuino de una humanidad que desafía a los dioses. Con estos autores nace un satanismo opuesto a la divinidad y símbolo antropocéntrico que, a través de Baudelaire y el Simbolismo llegará hasta nuestros días, como Símbolo del genio poético y la capacidad creativa del hombre.

Baudelaire en sus Flores del Mal, coloca a Satán como aquel que sujeta los hilos que nos mueven. El Diablo es considerado el más sabio y el más bello de los ángeles, el Dios traicionado, y como padre adoptivo de los expulsados del paraíso, al que Baudelaire dirige su plegaria. La recuperación del Diablo frente a Dios es símbolo de la postulación de un nuevo humanismo que rechaza el teocentrismo cristiano, cuya noción de bien sería la rechazada como mal por la tradición. Baudelaire sin embargo, es ambiguo en su satanismo y con su rechazo de Dios reafirma la importancia de éste.

El satanismo del humanismo ateo y revolucionario es retomado también para condenarlo sin paliativos por Dostoyevski, que plantea numerosas veces la cuestión del origen del mal. Especialmente en Los Demonios, presenta el demonismo de Stavrogin y sus secuaces, como la afirmación radical del mal, llevada a cabo por ateos revolucionarios que pretendían oponer al cristianismo ruso las doctrinas extranjerizantes anarquistas y socialistas. Este satanismo ateo y revolucionario, que se expandió por toda Europa después del romanticismo, frente a la inexistencia de Dios pretende erigir un nuevo orden mundial basado no ya en el bien sino en el mal.

Este tipo de pensamiento dio origen a lo que se puede denominar con Lukács un ateísmo cristiano, que aunque afirma la inexistencia de Dios y la primacía del hombre, permanece adherido a toda la cosmovisión cristiana, frente a la cual no opone más que la mera transgresión y violación de sus valores, en lugar de dar origen a unas nuevas tablas de valores en el sentido de Nietzsche, que no sólo cambien la jerarquía de los valores, sino la forma misma de valor, y sustituyan el sitio vacío de Dios no por otro valor supremo como la Razón o la Humanidad, que cumplen su función, sino por un vacío descentrado y descentrador que realice afirmativamente la transvaloración de todos los valores.

Bataille desarrolla su obra en torno a la prohibición y la transgresión. Se prohíbe aquello que puede constituir un factor de desorden en el universo, especialmente la muerte y la sexualidad. Ambas realidades son muestras del exceso que desborda la concepción utilitaria y económica de la naturaleza y del ser humano. Parte de la hipótesis de que las sociedades producen más energía de la que necesitan para su reproducción simple, y deben por tanto consumir el excedente en un gasto improductivo. Son las diferentes maneras de gastar el excedente lo que distingue a las sociedades entre sí más que el mecanismo de producción. Frente a la concepción ascética, regida por la escasez, típica de la tradición occidental que ve el gasto como algo pecaminoso, Bataille concede un valor positivo a este gasto improductivo considerado malo en la tradición clásica.

La transgresión de las prohibiciones es la forma usual de consumir ese excedente vital y dicho consumo improductivo transgresor está institucionalizado en la fiesta y la religión. La fiesta supone la inversión de la vida cotidiana y la suspensión de sus prohibiciones de forma controlada y limitada. Igualmente la religión permite en ocasiones especiales y a seres especiales el levantamiento de las prohibiciones. Sus personajes libertinos construyen una moral transgresora en la que el mal ocupa el lugar del bien y es buscado por sí mismo en un intento profanador de los valores religiosos y morales cristianos tradicionales.

La misma voluntad transgresora y profanadora se muestra en Klossowski, en donde los cuerpos y el lenguaje se entrecruzan dando lugar a un juego perverso cuyo fin último es la construcción de una antiteología que subierte el orden divino. También desarrolla una economía generalizadora, basada en el don y el intercambio de personas que da lugar al exceso transgresor.

La idea del Mal está ligada esencialmente a esta proliferación de simulacros, de dobles, que disuelven la personalidad y la individualidad en una multiplicación indefinida de seres que se conciben como distintos grados de intensidad, productos de una repetición fundamental. La verdadera repetición se dirige a alguna cosa singular, incambiable y diferente, sin identidad. En lugar de cambiar lo semejante y de identificar lo mismo, la verdadera repetición autentifica la diferente.

Frente al orden de Dios basado en la identidad: identidad de Dios como fundamento; identidad del mundo como ambiente; identidad de la persona; identidad del cuerpo como base e identidad del lenguaje como potencia de designar todo lo demás, Klossowski opone un orden del anticristo, caracterizado por la muerte de Dios; la destrucción del mundo; la disolución de la persona; la desintegración de los cuerpos; el cambio de función del lenguaje que ya sólo expresa intensidades. La inversión del orden divino en el orden del anticristo es notorio. Se intenta erigir un mundo que sustituya al originado por Dios pero sin liberarse de su sumisión última a éste.

Concluimos pues que el intento de concebir el mal como un principio positivo mediante la mera inversión transgresora de la tradición clásica llega a un callejón sin salida por permanecer sometida al orden que invierte y que al ser transgredido confirma su validez.

Frente a los que consideran que el hombre es constitutivamente falible y que el origen del mal reside en su limitación ontológica intrínseca, se encuentran otros pensadores que hacen radicar el mal, especialmente el mal moral, en el propio hombre en tanto que vive en sociedad y está sometido a unas condiciones políticas y económicas que impiden una vida armoniosa y reconciliada de los hombres entre sí y de los hombres con la naturaleza. Espinosa situaba la raíz de la dependencia y el sufrimiento humano en las supersticiones, basadas en el miedo y forjadas por una imaginación delirante incapaz de interpretar correctamente la Naturaleza. Una superstición coloreada casi siempre de tonos religiosos, utilizada por políticos para conseguir que los hombres combatan por su servidumbre, como si se tratara de su salvación, para mantener a los hombres en un estado perpetuo de temor que facilita su dominación.

Espinosa parte de que cada cosa en sí misma considerada tiene una perfección con los mismos límites que su esencia. En lugar de la concepción clásica que parte de la imperfección radical de los seres finitos y especialmente del hombre.

Dios es causa de las cosas que poseen una esencia y como el mal no la posee, Dios no puede ser causa del mal. Los objetos o las acciones en sí mismos considerados son buenos; el mal se produce al confundir dos objetos cuyas propiedades son antagónicas.

En una concepción ontológica afirmativa como la de Espinosa, el mal se produce como resultado de malos encuentros con elementos que son venenosos para mi constitución y que reducen mi capacidad de acción. La única manera de oponerse a la opresión y la superstición consiste en buscar la unión con los semejantes para dar lugar a un individuo compuesto (multitudo) capaz de oponerse a la opresión y de desarrollar virtudes activas que aumentan mi conocimiento para disipar las nubes de la superstición.

Las aportaciones fundamentales de Espinosa sobre este problema fueron desarrolladas por los materialistas ilustrados del S. XVIII, D’Holbach, Helvétius, La Mettrie, Meslier… Para estos pensadores, sin considerar las diferencias de matiz, los males morales y especialmente la injusticia son hijos de la superstición y la causa de esta última reside en la ignorancia de las leyes de la Naturaleza. Los placeres y las penas vienen de la esencia humana y de la esencia de los cuerpos cuya acción sienten los humanos. La fuente de los males físicos reside en las relaciones con los seres que nos rodean que siguen leyes constantes y la fuente de los males morales reside en la ignorancia, la credulidad, las opiniones falsas, la ceguera y la perversión de nuestros objetivos. Las costumbres y las instituciones depravadas. Son la religión, el gobierno, la educación y los ejemplos quienes empujan al hombre hacia el mal.

Según Holbach el hombre no ha nacido malo, la fuente principal de sus males son las ideas falsas que se hace acerca de la felicidad. La imaginación da origen al mal y la autoridad de las instituciones lo conserva y lo aumenta. Los males físicos y morales que afligen al hombre no se deben a la maldad intrínseca de la Naturaleza, sino a la necesidad con que se relacionan las cosas entre sí. Sólo las ideas verdaderas fundadas sobre el conocimiento adecuado de las leyes naturales podrán remediar los males humanos.

Helvétius considera el hombre como un resultado del orden social, y sus males tienen por causa la ignorancia y el interés y se encuentran vinculados a la corrupción religiosa y política. La precipitación en dotarse de una moral antes de conocer los verdaderos principios del espíritu humano, ha tenido como consecuencia que la moral humana corresponda a la infancia de la raza humana, y posteriormente los fanáticos y los políticos se han opuesto a los progresos de la moral, para esclavizar a los pueblos. Desarrolló un materialismo psicológico y sociológico frente al materialismo naturalista de Holbach.

La identificación de las causas de los males humanos con la religión y el despotismo alcanza su grado máximo en la obra de Meslier. Considera las religiones como errores, ilusiones e imposturas utilizadas por los políticos para imponer su tiranía sobre los hombres. Rechaza las pruebas que demuestran la existencia de Dios y propone un materialismo en el que identifica el ser y la materia y según el cual todas las cosas naturales se forman y se constituyen a sí mismas mediante el movimiento y concurso de las diversas partes de la materia que se juntan y se unen y se modifican diversamente en todos los cuerpos que componen.

La tradición materialista francesa sitúa en la superstición y el despotismo las fuentes de los males morales que aquejan al hombre, pero la meditación más profunda se debió a Rousseau, el cual, en sus Discursos elabora una teoría sobre el origen de los males humanos que los relaciona de forma directa con la sociedad tanto en sus aspectos económicos como políticos. La primera fuente del mal es la desigualdad y trata de averiguar de dónde proviene esa desigualdad. Rechaza toda explicación sobrenatural, la cuestión de los orígenes sólo puede ser abordada mediante el mito y el análisis científico sólo se ejerce sobre estructuras ya formadas y completas. Las conjeturas de Rousseau provienen de una experiencia vivida, de la intuición íntima originaria que constituye la fuente de toda la existencia vivida. El origen de la humanidad y el origen del individuo están en una resonancia peculiar. La filogénesis y la ontogénesis coinciden en su estructura.

La sociedad, el lenguaje, el derecho, el estado, la ciencia, etc., son productos humanos. Por lo mismo el mal tiene un origen humano, social e histórico. El hombre se ha hecho malo, al mismo tiempo que se ha hecho social y ha iniciado su deambular histórico. El pesimismo histórico es compatible con un optimismo antropológico, que posibilita al individuo conservarse bueno, aun en una sociedad mala. El hombre es bueno por naturaleza. El mal no reside en la naturaleza humana sino en las estructuras sociales.

Sociedad, propiedad y desigualdad surgen al tiempo y en ellas pone Rousseau el origen de todos los males humanos. La conclusión de Rousseau es que la desigualdad moral autorizada por el derecho positivo es contrario al derecho natural si no concuerda en igual proporción con la desigualdad física. Precisamente en este reconocimiento de la desigualdad moral en concordancia con la desigualdad natural y la debida al mérito, ve Della Volpe la continuidad entre Rousseau y Marx, los cuales reivindican el derecho de cada individuo a que se reconozca y se potencie su personalidad por parte de una sociedad igualitaria no niveladora.

Para Kant el hombre es malo por naturaleza ya que al lado de una disposición originaria al bien propia de la naturaleza humana, existe una propensión al mal en dicha naturaleza que acaba por imponerse en una lucha recíproca entre ambos principios, habló también de la posibilidad de la victoria del principio del bien mediante la fundación de un reino de Dios en la tierra que origine una comunidad pública moral en forma de Iglesia. Kant sitúa la propensión al mal de la naturaleza humana en la fragilidad humana (debilidad del corazón humano en el cumplimiento de las máximas adoptadas), en la impureza (tendencia a mezclar los móviles inmorales con los morales) y en la maldad (inclinación a adoptar máximas malas)

Que el hombre es malo por naturaleza quiere decir que es consciente de la ley moral y a pesar de ella, ha tomado como máxima suya el apartarse (ocasionalmente) de ella. Que el hombre es bueno significa que está hecho para el bien y que la disposición primitiva del hombre es buena. A pesar de esta falibilidad que le puede hacer alejarse de la ley moral, Kant sitúa el origen de los males humanos en el abuso de la razón. Dada la mezcla de bien y mal que hay en las disposiciones de cada individuo, el progreso moral se refiere, caso de existir, al género humano en su conjunto y no a los individuos. Sitúa en la insociable sociabilidad del ser humano el origen de la perfectibilidad humana. Este principio es la fuente de los bienes y los males, es el medio de que se vale la Naturaleza para obtener el bien de la cultura a partir de los males de la discordia y la lucha. Se ha podido ver en este principio un antecedente de la astucia de la razón hegeliana que obtiene el bien a partir del mal, convirtiendo el momento negativo, el momento dialéctico de la separación y de la escisión, en el motor del progreso que lleva a la reconciliación en el momento especulativo final del proceso.

Tanto en Kant como en Hegel, se puede descubrir cierto teleologismo y optimismo que obtiene el bien a través del mal. Hegel comprende su reflexión sobre la historia como una teodicea a través de la cual el mal en el universo, incluido el mal moral ha de ser comprendido y el espíritu pensante debe reconciliarse con lo negativo. Dicha teodicea consiste en hacer inteligible la presencia del mal frente al poder absoluto de la razón. En esta consideración de la historia los males son reabsorbidos en el proceso, ya que la Razón no puede eternizarse ante las heridas infringidas a los individuos, porque los fines particulares se pierden en el fin universal. La concepción optimista de la historia, a pesar de reconocer el origen social de los males humanos, los considera elementos necesarios para la consecución del bien último y en este sentido se acerca a la concepción falibilista de l ser humano que vimos anteriormente.

La tradición que busca el origen de los males humanos en la sociedad y especialmente en los aspectos económicos de dicha sociedad tiene su culminación en Marx, donde no hay una aséptica descripción de la historia de la Humanidad, sino una crítica despiadada de la misma, denunciando todos los fenómenos de explotación económica y de opresión política.

Ya en sus artículos iniciales denuncia el origen social, económico y político de los males que afligen a los seres humanos, humillados y ofendidos por un naciente orden capitalista que usurpa sus derechos consuetudinarios. Las libertades políticas se ven socavadas y mediatizadas por las desigualdades económicas. Analiza con gran profundidad teórica la alienación universal que supone el capitalismo y la degradación que tanto el capitalista como sobre todo, el obrero padecen en dicho estado. El régimen económico actual perfecciona al obrero y degrada al hombre.

El análisis económico se encuentra acompañado de una crítica moral que sitúa en la desigualdad frente a la propiedad de los medios de producción la fuente de los males morales y físicos de los seres humanos bajo el capitalismo. Las relaciones entre propietarios y obreros quedan reducidas a la relación económica de explotador y explotado, la relación entre el propietario y la propiedad queda convertida en una mera relación impersonal y cosificada. El trabajo bajo el régimen capitalista de producción es trabajo enajenado. La enajenación alcanza a las relaciones del trabajador con el capitalista, de los trabajadores entre sí y de cada uno de ellos consigo mismo. Todos los males tienen su origen en la propiedad privada que separa al productor del producto de su trabajo. Dado que el trabajo es la vida genérica del ser humano, la enajenación del trabajo supone la alienación de la vida como propiedad esencial y genérica del ser humano.

La miseria, el embrutecimiento, la enfermedad, la ignorancia, en una palabra, todos los males morales y físicos, tenían su origen en las injustas condiciones sociales. La creencia de que todos estos males podrían ser superados cuando se eliminara la propiedad privada de los medios de producción fue una ilusión falsada empíricamente con la Revolución de Octubre. Parecía que el mal humano tenía raíces más profundas que la propiedad privada.

Freud en su obra El malestar de la cultura sitúa las raíces de los males humanos a un nivel más profundo que el económico, aunque relacionado aún con la vida del hombre en sociedad. El sufrimiento nos amenaza por tres lados: desde el propio cuerpo, del mundo exterior y de las relaciones con otros seres humanos. Es éste último el más doloroso. El hombre busca liberarse del sufrimiento mediante distintos medios: la satisfacción ilimitada de todas las necesidades; el aislamiento; la transformación técnica de la naturaleza; la intoxicación; la moderación de las pasiones; las ilusiones, el arte, la cultura, etc., sin olvidar la fuga en la neurosis y la psicosis. Frente a las dos primeras fuentes de sufrimiento, la supremacía de la naturaleza y la caducidad de nuestro propio cuerpo, no nos queda más que reconocerlas e inclinarnos ante lo inevitable.

La conclusión de Freud es pesimista. La necesidad de vivir en sociedad, el hecho de que el hombre es un ser cultural y no sólo natural, exige, de manera ineludible, la renuncia a la satisfacción de los instintos y su sublimación, dando lugar a una inevitable frustración cultural inherente a nuestra vida en sociedad, y que es la causa de la hostilidad que toda cultura afronta por parte de quienes la están sometidos. La cultura necesita para su desarrollo cierta cantidad de energía psíquica que es detraída de la disponible para la satisfacción directa de los instintos, especialmente del instinto sexual, que se ve desviado de sus fines naturales y sublimado en el trabajo y la creación cultural en general. Por otra parte, los instintos agresivos del yo, también se oponen a la vida en sociedad y deben ser controlados para permitir ésta. La sociedad controla al individuo originando en él el sentimiento de culpabilidad, ligado al super-yo, que introyecta la agresividad y la dirige hacia el propio sujeto, a través de la conciencia moral. La relación entre cultura, renuncia a los instintos e infelicidad es afirmada por Freud, que da así una teoría social del origen del mal y el sufrimiento humano.

Marcuse retomando las teorías de Freud y de Marx, analiza la sociedad de consumo de masas contemporánea dominada por la desublimación represiva y la racionalidad tecnológica dominadora. Distingue entre represión fundamental y represión adicional, la primera se mantendrá en toda cultura, la segunda varía según las épocas históricas y puede ser eliminada mediante una estructuración de la sociedad que elimine la necesidad y erotice el trabajo acercándolo al juego. La racionalidad tecnológica actual, si se la desprende de su utilización capitalista, podría permitir unas relaciones sociales reconciliadas y dar lugar a otra técnica y a otra sociedad liberada de la necesidad y de la opresión. La represión sobrante que hay que eliminar en nuestra época, es la asociada con la estructura familiar patriarcal y monogámica, la canalización de la sexualidad hacia la genitalidad y la reproducción y la producida por la división jerárquica del trabajo en un sistema basado en la propiedad privada de los medios de producción. La eliminación de esta represión sobrante, permitiría el surgimiento de la dimensión esotérica del hombre, presente en todas las utopías renacentistas y románticas. Las propuestas de Marcuse que tuvieron gran aceptación en los felices sesenta aparecen hoy más utópicas aún si cabe.

Nietzsche analiza el origen de las principales nociones morales dentro de su teoría general de las valoraciones y sitúa el origen de estos valores no en la utilidad sino en la voluntad de los hombres racionales, poderosos, superiores y generosos, que proclamaban sus propios actos como buenos en contraposición a todo lo plebeyo, bajo y vulgar. Fueron los aristócratas, los que ocupaban los puestos de mando de la sociedad, los que acuñaron la noción de bueno, uniéndola a las de poder, fuerza, voluntad, etc. Nietzsche justifica esta afirmación mediante análisis etimológicos de varias lenguas.

Es la superioridad política la que se traduce en superioridad ética asociando la jerarquía social con la jerarquía moral, en una época en la que la aristocracia no era hereditaria sino que se basaba en las obras de cada uno, en su hacer y no en su ser. Esta primera jerarquía que consideraba lo bueno como lo fuerte, lo activo, sufrió una inversión por parte de los judíos y posteriormente del cristianismo, a la moral de los señores y poderosos se sustituye una moral de esclavos y débiles. No es original, activa, sino que surge como reacción frente a un mundo exterior, antitético, que le proporciona los estímulos para obrar. En lugar de ser una moral activa es una moral reactiva, basada en la debilidad más que en la fuerza y en el resentimiento más que en la grandeza del alma. Es el producto de una vida decadente, que da lugar a la culpa, a la conciencia turbada y a todos los sentimientos que contribuyen a debilitar la confianza del ser humano en sus propias fuerzas y lo induce a buscar apoyo en un más allá, administrado y controlado por las castas sacerdotales, principales beneficiarios y promotores de esta inversión de valores. La noción de deuda y de promesa da origen a la noción de culpa. La culpa y el castigo se desarrollan a la par con el objeto de dominar a la bestia humana demasiado segura de sí misma y de su vitalidad.

Además surge la institución de la ley con sus nociones de justo e injusto que otra vez vuelven a ser imposiciones de los hombres activos. En Nietzsche, como en Freud, la conciencia se origina por introyección de los instintos agresivos que de dirigirse hacia fuera pasan a dirigirse hacia dentro contra el propio sujeto que los tiene. Es la misma actividad la que produce hacia fuera las grandes obras y vuelta hacia el interior da origen a la culpabilidad.

Los análisis de Marx, Freud y Nietzsche se combinan armónicamente en las obras de Deleuze y de Foucault, los cuales analizan el origen de las instituciones y de los malas que se desprenden de ellas, en escritos como El Anti Edipo, donde se estudian las tres grandes máquinas sociales desarrolladas hasta ahora: la máquina territorial primitiva, la máquina despótica bárbara y la máquina capitalista civilizada, con sus distintos mecanismos de producción y de consumo, y sus medios específicos de sujeción de los individuos. Foucault ha explicado como a través del manicomio, la cárcel, la fábrica, el hospital, la escuela, se han establecido los mecanismos de control sobre los hombres que los han creado como sujetos de conocimiento y de acción, y cómo el origen del mal se encuentra en las instituciones sociales que han utilizado diversas técnicas de control, organizadas en sistemas, como el poder disciplinar que surge con el capitalismo, el poder pastoral que tiene su origen en el cristianismo y que cuando surge el capitalismo se imbrica con él.