Históricamente, la condición de ciudadano ha venido siendo concebida como relativa a la pertenencia a un cuerpo colectivo en un territorio dado. Las fronteras de la ciudadanía pueden ser internas y excluir a residentes en el territorio de la sociedad política. Pero, en las sociedades actuales, la ciudadanía es (casi) universalmente inclusiva y sus fronteras son sobre todo externas.
Las relaciones de comunicación e intercambio entre individuos, sociedades y organizaciones públicas y privadas han creado una red mundial de interdependencia que pone en cuestión el marco de entidades soberanas e independientes (con ciudadanías exclusivas) que ha caracterizado al mundo desde la paz de Westfalia (1648). Las fronteras se hacen permeables y la ciudadanía parece abocada a abrirse en una dirección cosmopolita.
Ciudadanía e identidad nacional.
En su sentido moderno, la ciudadanía es un estatus jurídico y político que remite al Estado, a la asociación política de ciudadanos en un territorio. Lo cierto es que el acuerdo de asociación que funda idealmente el cuerpo político presupone un grupo previo, una comunidad de pertenencia preexistente, que es la que permite a sus integrantes reconocerse como conciudadanos de una entidad política común, delimitada frente al exterior.
Es preciso determinar quienes son los constituyentes del demos. Pero esto es algo que no puede decidirse a su vez mediante un pacto que determine quienes pactarán. Se funda en otras bases. Este demos ha sido concebido durante los dos últimos siglos como una Nación, una comunidad forjada por vínculos étnicos, históricos y culturales, que la dotan de una entidad colectiva propia y distinta de la mera agregación de individuos. La importancia de la identidad nacional ha sido sostenida tanto sobre argumentos ontológicos, que sostienen que la identidad personal y colectiva se forjan y desarrollan necesariamente en un espacio comunitario de tradiciones y valores como el nacional, sobre argumentos funcionales. La identidad nacional compartida es un prerrequisito de la solidaridad, así como de la democracia.
En cambio, la interpretación cívico-republicana considera que la ciudadanía es esencialmente una condición política establecida por la decisión conjunta de los ciudadanos sobre la forma y condiciones de su asociación para obtener objetivos comunes y constituir derechos. Son los ciudadanos, tomados de uno en uno, quienes deciden sobre la forma, la continuidad y los cambios de su asociación, su estructura económica e institucional y los criterios de pertenencia y admisión a la comunidad política.
La identidad política es una identidad construida y, por tanto, contingente y flexible. Esta concepción de la identidad colectiva parece más adecuada a la complejidad de las sociedades modernas. La integración política no necesita basarse en una homogeneidad cultural previa, que ya no es posible a no ser mediante la coacción en las actuales sociedades, complejas y plurales, sino en la participación en los procesos políticos de formación de opinión y de voluntad común que estructuran el autogobierno democrático y los derechos ciudadanos de quienes conviven y cooperan en una sociedad.
La identidad cívica parecería más adecuada a los principios universalistas de la conciencia contemporánea (los derechos humanos), y tener mayor capacidad de inclusión, al desvincular la ciudadanía de rasgos étnicos y culturales que no se pueden adquirir a voluntad. Ha de enfrentarse, sin embargo, a las críticas de abstracción (los ciudadanos reales viven en marcos propios y específicos de tradición y cultura) y de incapacidad de proporcionar un criterio de identificación de las entidades políticas.
Ciudadanos, extranjeros e inmigrantes.
Hay una tensión constitutiva en el concepto moderno de ciudadanía. Por una parte, la ciudadanía es una condición particular, relativa a la comunidad. Por otra, los presupuestos axiológicos de la figura misma de la ciudadanía, de los derechos y las instituciones políticas, son universalistas: prescriben igual consideración y respeto para los humanos en cuanto tales.
Las grandes migraciones transnacionales de nuestra época son un fenómeno crucial para comprender y abordar esa tensión. Ponen a prueba la posibilidad de conjugar las formas de vida e intereses de los ciudadanos de las sociedades de acogida y sus convicciones universalistas con las demandas de acceso de los inmigrantes. Desde una perspectiva normativa se ha sostenido que la única posición moralmente coherente es la de las fronteras abiertas. Una sociedad democrática liberal no puede rechazar justificadamente las demandas de admisión y ciudadanía de los venidos de fuera, puesto que reconoce el igual valor moral de los individuos y la prioridad moral de los individuos y sus derechos, así como la contingencia de las fronteras.
Los defensores de la justicia global sostienen que, en la medida en que los estados no satisfacen su obligación moral de garantizar los derechos humanos a la seguridad y la subsistencia por medio de políticas redistributivas, tienen obligación moral de admitir a quienes desean entrar. La pobreza de los países del Sur no se debe solo a factores endógenos, sino que está ligada a un orden político y económico global que produce una distribución injusta de recursos y poder. De manera que regular la inmigración para preservar la integridad de la comunidad política es una meta legítima solo si los deberes de justicia distributiva internacional están satisfechos.
Pero también se aducen argumentos para defender la necesidad y el valor de una ciudadanía particular, con relaciones preferentes entre sus miembros y al menos no ilimitadamente abierta, ya que no cerrada. La ciudadanía se levanta sobre rasgos de pertenencia que implican necesariamente criterios de restricción, porque no pueden ser compartidos por cualquiera. Por eso, una comunidad independiente ha de tener una cierta capacidad de autodeterminación respecto a la pertenencia.
Además, dar derechos de ciudadanía a todos los llegados es arriesgarse a minar las condiciones de confianza y seguridad mutua que hacen posible la ciudadanía responsable. Las migraciones están creando de nuevo, en las opulentas sociedades desarrolladas, una estratificación de la pertenencia en función del tiempo y condiciones de residencia de los inmigrantes, sometidos a políticas de admisión y permanencia dictadas por criterios de oportunidad cambiantes y los que se les conceden algunos derechos civiles y sociales reconocidos, pero no la plena ciudadanía.
Benhabib piensa que hay que conciliar el derecho de los estados a definir políticas de inmigración e incorporación con las exigencias normativas de una membresía justa. Esto implica fronteras porosas, normas restrictivas de la desnacionalización y la pérdida de los derechos de ciudadanía, exclusión de la extranjería permanente y prácticas no discriminatorias.
Hoy se plantea con fuerza renovada la demanda de repensarla desde una perspectiva cosmopolita. A favor de esto se aducen dos argumentos:
- A) Las exigencias de la realidad. Un conjunto de fenómenos que suelen designase con el término “globalización”. La relación e interdependencia efectiva de las actividades sociales a escala mundial torna irreal una visión de la política y de la ciudadanía encerrada en el Estado. La autodeterminación real de los ciudadanos exige crear instituciones transnacionales de ciudadanía.
- B) Razones normativas. Si aceptamos que tenemos deberes y derechos respecto a aquellos que nos afectan y son afectados por nuestras acciones, hoy más que nunca formamos parte de un solo mundo, puesto que la interacciones directas e indirectas entre los humanos son constantes y generalizadas. En consecuencia, las demandas sobre los bienes y las cargas de la justicia se dirigen a todos los humanos como responsables y se refieren también a todos ellos como destinatarios.
Así pues, las condiciones del mundo actual y la conciencia moral contemporánea impulsan una ciudadanía cosmopolita. Parece razonable pensar que el ámbito de poder y jurisdicción de las instituciones políticas ha de estar en correspondencia con el ámbito de los problemas y de las interacciones sociales, para que sea posible su control político. La solución de los problemas de la justicia y de los derechos, o el control democrático de la vida social y económica no pueden plantearse ya como una suma de respuestas estatales o locales a los problemas.
Incluso los problemas y demandas locales han de entenderse y abordarse también en un marco global: no se puede pensar el problema de la construcción de un orden social interno justo sin un sistema de justicia cosmopolita. No obstante, se suele descartar la hipótesis de una Estado (federal) mundial, que sería peligroso por establecer un poder sin límite, e ineficaz por la extensión y complejidad de su ámbito de acción.
Hay un acuerdo generalizado en sostener que el espacio político actual es y debe seguir siendo plural, y que la política cosmopolita ha de desarrollarse en diversos niveles, que van de lo estrictamente local a lo global, con diversos modos y ámbitos de acción y responsabilidad. Y en que esta pluralidad de espacios políticos ha de corresponderle lógicamente una transformación de la noción y la realidad de la ciudadanía que ahora habrá de hacerse múltiple y plural.
Sobre como puede articularse este espacio político global y plural. Suele apelarse a un criterio de subsidiariedad, pero subsiste el problema de la delimitación de competencias en caso de conflicto. La propuesta de una ciudadanía cosmopolita suscita, sin embargo, fuertes objeciones. Podemos hablar de una objeción estatal-comunitarista, que sostiene que la ciudadanía robusta solo es posible en el nivel nacional. Y la política es “vernácula”, requiere un medio lingüístico y cultural que haga posible la comunicación.
Puesto que no existe una comunidad cultural de la Humanidad, ni instituciones mundiales responsables y sostenidas por los ciudadanos, la ciudadanía mundial es utópica o metafórica. Por otra parte, se objeta que la ciudadanía mundial sería un estatus universal de derechos cuya dimensión democrática se desvanecería. Frente a estas objeciones los cosmopolitas apelan a la realidad del desarrollo de redes de agentes transnacionales, organizadas en torno a intereses compartidos, así como la existencia de instituciones de integración supranacional y transnacional. La dificultad de la propuesta cosmopolita se hace patente al comprobar los obstáculos con que topan los más pequeños pasos en la apertura de fronteras y en la integración entre estados o lo difícil que resulta la convivencia intercultural.
Basado en La actualidad de la ciudadanía, de Fernando Quesada.
Capítulo 10 de Ciudad y Ciudadanía. Senderos contemporáneos de la Filosofía Política. Ed. de Fernando Quesada