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El último punto que aborda Strawson en su libro Análisis y Metafísica es la cuestión de la libertad, o de la falta de libertad, de la voluntad humana. Como foco de la discusión elegirá dos celebradas tesis de la Ética de Spinoza.

  • La primera de ellas consiste en que el sentimiento de libertad de decisión y acción, que experimentamos cada día, no es sino una ilusión, puesto que implica una creencia que es incompatible con el reinado universal de la causalidad natural.
  • La segunda tesis afirma que este sentimiento ilusorio de libertad lo causa una combinación de dos factores:
    • la conciencia que tenemos de nuestras acciones, decisiones y deseos
    • nuestra ignorancia de sus causas

Ambas tesis suscitan dudas, y Strawson ofrecerá razones para rechazar dichas dudas.

En general se admite que, como dice Kant, necesariamente actuamos conforme a la idea de libertad. Frecuentemente se niega que este sentimiento encierra una creencia incompatible con el reinado universal de la causalidad natural.

El compatibilista de a pie mantendrá que no haya presencia de ciertas clases de causalidad o de coacción. Quien partiendo de esta base, cuestione la primera tesis está obligado, si ha de ser coherente, a hacer lo mismo con la segunda, con la tesis del origen causal del sentimiento de libertad.

Los hombres no ignoran en general las causas inmediatas de sus acciones. No todas sus razones son racionalizaciones. Además es evidente el poder determinante que tienen la educación, el aprendizaje, el entorno, la herencia y además, la influencia específica de éste o aquél elemento de estas fuerzas determinantes.

Primero deberíamos considerar que nuestros deseos y preferencias no son, en general, algo que únicamente notemos en nosotros mismos como presencias ajenas. En gran medida, son lo que somos.

En segundo lugar, deberíamos considerar la experiencia de la deliberación y ponerla en relación con la idea de que nuestros deseos y preferencias no son, en general, algo que percibamos en nosotros mismos como presencias ajenas. En la experiencia de la deliberación no somos meros espectadores de una escena en la cual, los deseos pugnan entre sí por imponerse, siendo nosotros el premio. Nos identificamos a nosotros mismos de la forma más completa en el deseo de orden superior que determina lo que llamamos nuestra elección; y es por esto por lo que la llamamos nuestra.

Finalmente, deberíamos considerar la experiencia de ser agentes. La acción puede derivar causalmente de la combinación apropiada de deseo y creencia, pero la ruta causal que lleva desde el deseo y la creencia hasta la acción puede ser la errónea.

El que nos encontremos a nosotros mismos en nuestros deseos y preferencias y el que, en general, no los veamos como presencias ajenas dentro de nosotros, la experiencia de la deliberación que realza y refuerza el sentimiento de nuestro yo y la experiencia constantemente repetida de ser agentes, todo ello, contribuye, quizás, a constituir el sentimiento de libertad. Al experimentarlo nosotros mismos, lo atribuimos también a los demás.

Nuestra predisposición a tener actitudes o sentimientos morales, es un hecho natural, como lo es el sentimiento de la libertad. Al hablar del sentimiento de libertad, lo relaciona estrechamente con el sentimiento del yo. Nuestros deseos, decisiones, y acciones no se sienten en general como algo ajeno. Nuestra conciencia de todo ello es consciencia de nosotros mismos. Atribuimos a otros ese mismo sentimiento de libertad y ese mismo sentimiento del yo. A los demás los sentimos como a otros yoes, y lo hacemos de muy diversas formas, ligadas íntimamente a los hechos que interesan a los hombres y a sus interacciones; y semejante diversidad es precisamente la diversidad de actitudes y emociones morales y personales que experimentamos hacia los otros.

Es preciso hacer una distinción:

  • Está la tesis de que estas emociones y actitudes, junto al sentimiento de libertad, descansan en una creencia falsa
  • Está la tesis de que este haz de sentimientos asociados descansa en la ignorancia de las causas reales de los deseos, las disposiciones y las acciones.

Estas dos tesis son lógicamente independientes.  Strawson rechaza ambas, argumenta que se podría tener una noción razonablemente precisa de las fuentes causales de nuestros deseos y disposiciones y de la de los demás, y no tener, como resultado de este conocimiento, la menor disposición a perder el sentimiento de que esos deseos, disposiciones y acciones son algo verdaderamente nuestro (o suyo), ni a perder el sentimiento de nuestros yoes (o los de los suyos) y de nuestra libertad (o de las suyas) a propósito de esos deseos, disposiciones o  acciones. Mientras que por otra parte, podríamos experimentar a veces como coerciones intrusas, respecto de las cuales no tendríamos ningún sentimiento de libertad, ciertos deseos y disposiciones de cuyas causas seríamos plenamente ignorantes y que no seríamos capaces de explicar.

A veces suponemos, o decimos que suponemos, que la causalidad es una relación natural que se da en el mundo natural entre eventos o circunstancias particulares, como sucede con la relación de sucesión temporal o con la de proximidad espacial. También asociamos, y lo hacemos correctamente, causalidad y explicación. Pero si bien la causalidad es una relación que se da en el mundo natural, la explicación es cosa distinta. Hablamos como si explicar fuese una relación entre cosas. Pero no se trata de una relación natural entre cosas a  las que podamos asignar lugares y tiempos en la naturaleza. Se da entre hechos o verdades.

A menudo, los dos niveles de relación se confunden fácilmente en el pensamiento filosófico, y no se distinguen con claridad en el pensamiento ordinario, porque la distinción no responde a ningún propósito práctico. En el habla cotidiana la distinción no está señalada tan abiertamente, a menudo el hablante simplemente no distingue los niveles porque no hay necesidad de ello.

¿Qué hace que los hechos sean apropiados para la relación de explicación? ¿Y cuál es la conexión entre la idoneidad de las descripciones, lo apropiado de los hechos, y la relación causal misma, la relación que, presumimos, se da en el mundo natural cuando eventos o condiciones entran en esa relación, sin importar cómo se los describa? Es seguro que la capacidad de un hecho para explicar otro tiene un fundamento en el mundo natural. Hemos de pensar, en caso contrario, que la relación causal misma carece de existencia natural o que no tiene ninguna fuera de nuestras mentes.

Las generalizaciones causales no son generalizaciones de casos particulares de causalidad; más bien, los ejemplos particulares de causalidad se consideran tales por hacer particulares las generalizaciones causales.

La noción de causalidad difiere de la de sustancia individual, con la cual tradicionalmente se le asocia. Ambas nociones son altamente abstractas, ninguna pertenece al vocabulario de la observación particular. Pero mientras que exista una gran diversidad de expresiones para géneros específicos de variedades de sustancias individuales, no hay ningún paralelo evidente de lo mismo en el caso de la causalidad, cuando se la entiende como relación entre eventos o circunstancias particulares.

Si nos basamos en esta consideración negativa, el punto de vista tradicional está justificado. Sin embargo, es un grave error tomar esta observación negativa como punto de partida de la elucidación del concepto de causa.

Deberíamos considerar fundamentales las transacciones mecánicas en nuestro examen de la noción de causalidad en general. Son fundamentales en nuestras intervenciones en el mundo, fundamentales para nuestro hacer que acontezcan los cambios que perseguíamos.

La consideración de las nociones de atracción y repulsión, fundamental dentro de la teoría de la física, confirma esta afirmación. En primer lugar, que la sensación de interacción mecánica sea algo paradigmáticamente explicativo permite dar buena cuenta de un rechazo inicial a aceptar la idea de acción a distancia; y ayuda también a entender la inclinación, relacionada con esa idea, a postular algún medio a través del cual se transmitan los impulsos. En segundo lugar, incluso una vez que se supera este rechazo, el modelo que sigue funcionando indirectamente es el de empujar y tirar. De hecho, la relación es doblemente indirecta.

En general, la búsqueda de teorías causales es una búsqueda de modos de acción y reacción que no son observables en el nivel ordinario y que encontramos inteligibles porque los elaboramos como modelos a partir de, o porque los concebimos en analogía con, esos varios modos de acción y reacción que la experiencia ofrece a la observación grosera, modos en los cuales nos vemos conscientemente implicados o que nosostros mismos sufrimos.

No basta para mostrar que la idea de acción o de reacción causal, tal y como se encarna en las innumerables formas específicas que adopta en nuestros vocabularios ordinarios y teóricos, deriva de la experiencia de regularidades netas de sucesión; o que, por lo que respecta a todo el contenido objetivo, se reduce a semejantes regularidades. Habría que tener en mente dos consideraciones. La primera de ellas es la plena disposicionalidad de nuestros conceptos preteóricos ordinarios de las cosas y sus cualidades. Con esta disposicionalidad viene dada ya la generalidad, que es el núcleo de la concepción reductiva. Por otro lado, las meras regularidades de sucesión no son por sí mismas garantía de haber encontrado causas. Sólo si podemos, más o menos vagamente concebir los fenómenos antecedentes y consecuentes como si estuviesen conectados de una forma más o menos remotamente asimilable, o análoga, a la de los modelos de la acción y la reacción causal que ya poseemos, estamos dispuestos a considerar a los primeros causas de los segundos. A quien posea un tipo de mente inquisitivo no le satisfará una concepción tan vaga y débil, pues querrá conocer el detalle del vínculo, el mecanismo interno de la conexión. Sólo entonces entenderá que ha alcanzado una comprensión plena de la cuestión.

La idea general es que, aunque en realidad aprendamos mucho sobre la operación de la causalidad en el mundo observando regularidades de sucesión, esto es así sólo porque las nociones generales de eficacia causal y de respuesta causal, de efectos que se logra que se den de diversas formas específicas se encuentran ya alojadas en nosotros mismos: se encuentran ya implícitas en una amplia gama de conceptos de cosa, cualidad, acción y reacción que pertenecen a nuestro surtido básico de conceptos de lo observable.

Tenemos conocimiento inmediato de lo que nos importa, de lo que hacemos o tratamos de hacer, conocimiento de nuestros deseos y objetivos cuando nos movemos para tratar de satisfacerlos o cumplirlos. En la medida en que podemos concebir que ciertos efectos, deseados o temidos por nosotros, se hallan dentro del poder de ciertos agentes, concebimos también que podemos influir para producir o evitar esos efectos en tanto que podemos proporcionar a esos agentes la motivación oportuna.

Podemos aprender de la motivación humana a través de la experiencia. Pero de esta clase de aprendizaje, debe decirse que presupone una conciencia general y específica, de la propensión causal, además, la experiencia que se tenga dentro de este área normalmente da resultados positivos gracias a un género característico de avance en la automprensión o comprensión empática.

¿Cómo se establecen las leyes teóricas?¿Cómo se aplican en la práctica? Estas preguntas pertenecen a la filosofía de la ciencia y queda fuera del alcance de la competencia que Strawson se plantea, pero añade que el establecimiento de tales leyes exige, primero, la elaboración de hipótesis, y segundo, que las hipótesis sean comprobadas y que quizá se las dote de una forma cuantitativa específica, en situaciones observacionales cuidadosamente ideadas. No añade nada más sobre la función de las leyes que no tienen excepciones. Concibiendo el ámbito natural a diferentes niveles, podemos suponer que hay un nivel en el cual reinan leyes generales, sin excepciones, leyes susceptibles de ser descubiertas. Voces autorizadas dicen que hay otro nivel en el cual eso no sucede: un nivel en el que a lo sumo todo lo que podemos esperar hallar son leyes probabilísticas, por lo que concierne al nivel de la explicación causal ordinaria de eventos y circunstancias particulares, nivel en el que empleamos el vocabulario descriptivo común, mejor que los vocabularios técnicos de las teorías físicas, no hay razón para pensar que nuestras explicaciones presupongan, o descansen en, la creencia de que existan leyes generales, sin excepciones, susceptibles de ser descubiertas y expresables en términos de ese vocabulario común. No hay razón para pensar que nuestras explicaciones sean en alguna medida defectuosas por esa razón.

Una consecuencia de negar las diversas maneras en que la noción de causa forma realmente parte de nuestras ideas ordinarias de las cosas, es la doctrina de que, por lo que respecta a su contenido objetivo, la noción de causa puede reducirse a la de invariabilidad de la asociación de los tipos de acontecimiento y circunstancia. La terminología preferida al utilizar esta noción es la de las condiciones necesarias y suficientes.

Parecemos obstinados en pensar que, mientras que las causas preceden a sus efectos o que ambos son simultáneos, los efectos nunca preceden a sus causas. Tenemos el problema de justificar, o cuando menos de explicar, nuestra obstinada adhesión a este punto de vista.

Hay asimetrías naturales más que suficientes para mostrar que la noción de prioridad, que de acuerdo con el punto de vista recibido es una adición trivial o un fruto del capricho, pertenece a su misma raíz. Sería extraordinario que los filósofos pudiesen llegar a un punto en que resultara problemático un rasgo tan fundamental de un concepto tan fundamental. Pero quizá, si se piensa de nuevo en ello, habría que reconocer que este hecho forma parte de la grandeza del tema.

El lenguaje sirve para la expresión del pensamiento; el habla y la escritura expresan pensamientos. Las oraciones son significativas sólo en la medida en que tienen el poder de hacer tal cosa. Pero si el lenguaje depende así del pensamiento, seremos igualmente sensibles a la idea de que la dependencia no se da tan sólo en una única dirección; que el que el lenguaje disponga de una oración para expresar un pensamiento, sea cual sea su grado de complejidad, es en general una condición de posibilidad de que pensemos ese pensamiento. Lo que no podemos decir no lo podemos pensar. En general, los pensamientos deben encontrarse potencialmente en el vocabulario y la sintaxis de nuestra lengua. Sin embargo, pensar no es exactamente hablar. Debemos comprender nuestras oraciones.

Poseemos una vasta y potencialmente ilimitada comprensión. Está claro que no aprendemos el significado de cada nueva oración por separado. Esta comprensión potencialmente ilimitada se genera a partir de algunos medios limitados. El problema ha de resolverse atribuyéndonos:

  • Un conocimiento implícito de un conjunto finito de construcciones semáticamente significativas
  • El dominio de un vocabulario finito de elementos que han de aprenderse independientemente y por separado.

Este conocimiento y este dominio son tales que, tomados en conjunto, contienen y explican la posibilidad de esa ilimitada comprensión nuestra.

Si nuestras investigaciones han de tener significación universal, debemos ver las distintas gramáticas de los lenguajes particulares como otras tantas realizaciones de algo más general; como variaciones de alguna estructura abstracta subyacente que se expresa a sí misma de distintas formas en diferentes lenguas concretas.

Algunos filósofos se remiten a la lógica formal al tratar esta cuestión. La lógica ofrece al menos un modelo del género de cosa que buscamos. Algo central a considerar en la comprensión de oraciones es una captación de sus condiciones de verdad: comprender una oración es conocer qué pensamiento expresa y conocer esto es conocer qué es lo que nosotros creeríamos si considerásemos verdadero ese pensamiento.

Supongamos que, para todas las construcciones semánticamente significativas del lenguaje natural fuese posible encontrar construcciones equivalentes que se empleen ya en la lógica estándar. Y supongamos que pudiésemos atribuir al usuario del lenguaje natural un conocimiento implícito de esas equivalencias. Podría afirmarse que habríamos sacado a relucir los principios estructurales cuyo conocimiento explica el dominio que tenemos de nuestras lenguas naturales: que comprendamos un conjunto ilimitado de oraciones. Por lo tanto, tenemos aquí un programa para reducir la estructura semántica en general a las formas estructurales que la lógica estándar exhibe nítidamente.

El teórico de la semántica comprometido con este programa está obligado a trabajar esforzadamente para dar nueva forma a clases enteras de oraciones ordinarias en el intento de revelar o descubrir la que, si tiene éxito, considera que es su verdadera forma lógica.

Estas son dificultades internas, pero incluso cuando formalmente se las pudiese superar todavía seguirían habiendo objeciones de principio que no podrían contrarrestarse invirtiendo mayor ingenio en la paráfrasis.

En general, sabemos que podemos inferir válidamente proposiciones tras eliminar las cualificaciones de tiempo o lugar. La validez de estas inferencias no puede representarse en la lógica estándar. Pero son estructuralmente válidas. Por ello, el programa exige que se les pueda asignar otra forma; que se pueda encontrar oraciones semánticamente equivalentes que pongan de manifiesto de qué modo la lógica estándar valida estas inferencias.

Que concibamos el mundo objetivo espacio-temporalmente es un rasgo fundamental de nuestro esquema conceptual, y por consiguiente, que tengamos la idea de lugares y tiempos en los que suceden las cosas y en los que las personas actúan de varias formas. La capacidad de reconocerles semejante función a estas frases es todo lo que hemos de tener para que se nos pueda reconocer el dominio de tales construcciones y, a través de ello, para explicar nuestra captación de la validez de las formas lógicas en cuestión. Estamos ciegamente decididos a lograr que todos los principios semánticos estructurales de combinación que comprendemos encajen a toda costa en el marco de la lógica estándar.

Supóngase que estamos dispuestos a adoptar el criterio de compromiso ontológico de Quine y su programa para determinar cuáles son en realidad nuestros compromisos ontológicos: es decir, la paráfrasis crítica en notación canónica, guiada por las máximas de aceptabilidad científica y economía ontológica (economía en cuanto a los dominios de valores de las variables). Supóngase también que el programa que Strawson ha estado discutiendo nos resultara plenamente convincente. Y supóngase, además, que aceptamos que la revelación de los principios estructurales cuyo dominio explica nuestro conocimiento del lenguaje natural habría de lograrse realizando tan sólo paráfrasis de éste en las formas de la lógica estándar. Los resultados de llevar a cabo el programa tendrían una profunda significación metafísica u ontológica.

Admite, finalmente, que los que simpatizan con la idea de construir una teoría del significado de un lenguaje natural que tome como modelo la teoría de la verdad para un lenguaje formalizado que formuló Tarski, no reclaman para tal teoría el mérito de que explique nuestra comprensión de las construcciones de nuestras lenguas  naturales ni, por lo tanto, la de ningún conjunto ilimitado de oraciones suyas. No piensan que dar una teoría del significado de un lenguaje sea dar una teoría de su comprensión, por lo que las críticas que ha estado realizando Strawson no aplican.

Moore, uno de los padres fundadores de la moderna filosofía analítica, dió una definición a la eterna pregunta ¿qué es la filosofía?

En el primer capítulo de su libro Some main problems in philosophy, comenta que el primer y más importante problema de la filosofía es dar una descripción general de todo el universo, y dedica casi todo el  resto del capítulo a dos cosas:

  • exponer la visión que tiene acerca del problema de cuáles son las clases  más importantes de cosas que sabemos que hay en el universo, desde la perspectiva del sentido común, y
  • contrastar esta visión con las diversas concepciones propuestas por filósofos que han añadido o restado elementos a la respuesta dada por el sentido común, o que han hecho ambas cosas al mismo tiempo.

Moore observa correctamente que los filósofos que han hecho suya la labor de dar una descripción general del universo no han pensado que baste con expresar sus opiniones, han argumentado con la intención de respaldar sus puntos de vista y con frecuencia han argumentado en contra de puntos de vista opuestos. Añade también que muchos filósofos han tratado de definir esos grandes géneros de cosas, al menos las más importantes.

Moore dice de todos los problemas y tareas mencionados que pertenecen a la metafísica. Pero a  Strawson no le parece que Moore se opondría si le sugiriésemos otro nombre, como el de ontología. Este nombre resulta apropiado porque el problema que tiene en mente Moore es el de cuáles son las clases más importantes de cosas que hay o que existen, o que se sabe o se piensa que es probable que haya o que existan, y todavía más, cómo se relacionan unas con otras o cómo se las ha de definir. Estos problemas, tal como los tratan los filósofos, se denominan tradicionalmente problemas ontológicos.

Moore observa que hay otras cuestiones que tienen una incidencia obvia en los problemas ontológicos que él considera más importantes; menciona los relativos a la naturaleza y fundamentos del conocimiento, cuestiones epistemológicas, que conllevan asociadas cuestiones de filosofía de la mente o de psicología filosófica y de lógica, que incluye junto a la lógica formal, cuestiones generales sobre la verdad, los fundamentos, la evidencia y la demostración; quizás todo esto estaría bajo el epígrade de filosofía del lenguaje, y también menciona la ética.

Dejando la ética a un lado, podría dividirse la filosofía en 3 grandes apartados: ontología, epistemología y lógica. Hay quien diría que semejante clasificación no es clara, incluso añadiendo que los tres apartados se hallan íntimamente conectados entre sí. En cualquier caso, puede sernos útil conservar en la mente estos tres nombres.

Moore dice que la principal tarea del filósofo es la de responder al problema metafísico u ontológico de cuáles son las clases de cosas más importantes que existen y cómo se relacionan entre sí. Esta pregunta suscita otras dos muy obvias:

  • ¿qué significa importante para Moore?
  • ¿qué relación guarda este hablar de los géneros más importantes de cosas que existen con conceptos, estructuras conceptuales y análisis conceptual?

Si sólo nos quedamos en la palabra importante, avanzaremos poco. En realidad no tiene sentido preguntar ¿cuáles son los géneros más importantes de cosas que existen? como una pregunta divorciada de todo trasfondo de supuestos o de una especificación del tipo de interés o investigación. El punto de vista del sentido común menciona en primer lugar los objetos físicos o materiales, y en segundo lugar, los actos o estados de conciencia como aquello entre lo que se encuentran los más importantes géneros de cosas que hay. Lo primero que debe llamar nuestra atención de esta lista de géneros de cosas y hechos es su muy elevado grado de generalidad y comprensividad. Parece que podríamos sustituir la palabra importante por la palabra general. Uno de los rasgos característicos de los conceptos básicos era precisamente su generalidad. Aunque hubiese este vínculo, parece que existe una crucial diferencia: donde Moore habla de los géneros más generales de cosas que existen en el universo, Strawson habla de los conceptos o tipos de conceptos más generales que forman parte de un esquema que empleamos al pensar y al hablar de las cosas del universo. Esta diferencia no es tan grande como puede parecer, y hay una razón para preferir este estilo conceptual de hablar. Si hablamos de nuestra estructura conceptual, de la estructura de nuestro pensamiento sobre el mundo, en lugar de hablar del mundo directamente, conservamos un control más firme de nuestro propio proceder filosófico, una comprensión más clara de aquello que nos ocupa.

Ha de concederse seguramente gran peso al hecho de que la omnipresencia y la generalidad de ciertos conceptos o tipos de conceptos encierran consecuencias ontológicas en el sentido no controvertido, es decir, consecuencias relativas a lo que comúnmente y de una forma muy general consideramos que existe.

Estamos interpretando lo que Moore llama la principal tarea del filósofo, la tarea metafísica, como la tarea de responder a la pregunta de ¿cuáles son los conceptos o categorías mas generales en términos de los cuales organizamos nuestro pensamiento, nuestra experiencia del mundo? y a la de ¿cómo se relacionan unos con otros en el interior de la estructura total de nuestro pensamiento? Al contestar estas preguntas, parece que respondemos sin querer a la pregunta en su forma más general, la de cómo concebimos realmente el mundo o  la de cual es realmente nuestra ontología básica. El que reinterpretemos así lo que Moore llama la principal tarea del filósofo, nos ayudará a apreciar mejor las relaciones entre ontología, lógica y epistemología. La teoría general del ser, la teoría general del conocimiento, y la teoría general de la proposición, de lo que es verdadero o falso, no son sino tres aspectos de una investigación unificada.

¿Qué relación guarda la lógica formal, con la investigación de nuestro marco o estructura general de conceptos y categorías? Los conceptos están para usarlos, no para que sirvan de adorno. El uso de los conceptos, dijo Kant acontece en el juicio, en el hecho de formar o mantener conscientemente una creencia sobre lo que es el caso. Usamos coneptos siempre que nos trazamos un plan o una intención. Pero sin creencia ni hay plan ni deseo. El uso fundamental de los conceptos es el que hacemos de ellos cuando formamos conscientemente un juicio o mantenemos una creencia acerca de lo que es, lo que ha sido y lo que será el caso, en el mundo.

La propiedad esencial de la proposición es la de ser portadora de un valor de verdad, la de ser capaz de ser verdadera o falsa. Pero únicamente puede tener un valor de verdad aquello que puede ser creído, puesto en duda, hipotetizado, supuesto, etc.

La vida del concepto radica en la proposición, la lógica estudia las formas generales de la proposición y, por ende, las formas generales de todas nuestras creencias sobre el mundo. La lógica estudia las formas del pensamiento, haciendo total abstracción de aquello de lo que trata, del tema del pensamiento.

El pensamiento general de una conexión íntima entre lógica y ontología o metafísica, ha sido como un hilo que recorre la historia de la filosofía, desde Aristóteles hasta el presente. Kant trató de establecer este vínculo de una forma singularmente directa, se preguntó qué conceptos habían de tener aplicación en el mundo de nuestra experiencia. Wittgenstein parece haber sobrevalorado el poder de la lógica para producir conclusiones ontológicas directas. Llegó a la sorprendente conclusión de que los últimos constituyentes del mundo han de ser tales que las proposiciones más simples que se ocupen de ellos tienen que ser todas completamente independientes las unas de las otras; que no se pueda extraer ninguna conclusión sobre la verdad o falsedad de cualquier otra. Hoy esta conclusión lógico-ontológica nos parece injustificada, incluso absurda.

Consideremos la lógica hoy dominante, la lógica clásica o estándar, como nuestro punto de referencia. La parte más elemental es el cálculo proposicional o la lógica de la composición veritativo-funcional, que explota el rasgo esencial de las proposiciones, que son portadoras de valor de verdad y que pueden tener únicamente uno de los dos valores de verdad incompatibles, lo verdadero y lo falso. Introduce conectivas proposicionales que se usan para construir proposiciones compuestas cuyos valores de verdad están comletamente determinados, de diferentes formas, por los valores de verdad de las proposiciones de las que aquéllas se componen. Pero esta parte de la lógica no se ocupa de la estructura interna de las propiedades simples, nada nos aporta en un orden ontológico.

Consideremos las formas generales de las proposiciones más simples que nuestra lógica reconoce, la estructura interna de las proposiciones átómicas. Nuestra lógica introduce una dualidad muy fundamental, una distancia básica.

Dos clases de expresiones desempeñan cada una un tipo de cometido en la obtención del producto unificado, en la obtención de la proposición: en un caso, el cometido de la referencia, que está a cargo de las expresiones sustantivas, y en el otro, el de la predicación, que evidentemente está a cargo de las expresiones predicativas.

Distinguimos dos tipos de expresión y dos tipos de cometido; una distinción gramatical y una distinción funcional. La pregunta es si podemos asociar otro de orden ontológico.

Podemos comenzar por decir que los sustantivos singulares definidos se refieren a individuos u objetos, mientras que las expresiones predicativas significan o representan conceptos generales, propiedades o relaciones. En esta última distinción, entre individuos, por una parte, y propiedades o relaciones generales, por otra, comienza a parecer una distinticón ontológica.

Nuestro pensamiento no se limita a las proposiciones singulares simples y a las proposiciones que se componen con éstas mediante la ayuda de las partículas del cálculo proposicional. Podemos tener pensamientos generales explícitos. Éste se refleja mediante el mecanismo de la cuantificación que liga variables individuales.

Las nociones lógicas generales implicadas son las de referencia y predicación, composición veritativo-funcional, cuantificación e identidad. La notación en la que se representa consta de variables individuales y letras predicativas, de conectivas proposicionales, cuantificadores, de un signo de identidad y, naturalmente, de paréntesis y otros recursos que indiquen el alcance de las conectivas y los cuantificadores. El profesor Quine denomina a esta notación «notación canónica», la cual lleva consigo un marco claro y absolutamente general que es apropiado para todo nuestro pensamiento preposicional, al margen de lo que trate.

Quine únicamente habla del dominio de valores de las variables de cuantificación, mientras que Strawson comenzó su explicación hablando de referencia, o de pretendida referencia, a determinados individuos por medio del uso de sustantivos singulares definidos, algo que Quine no menciona cuando enuncia su doctrina del compromiso ontológico. La razón es que Quine piensa que podemos prescindir de esta forma de designar individuos directamnte sin que ello resporte pérdida alguna; y que la teoría lógica funciona mejor cuando los términos singulares definidos se eliminan a través de una paráfrasis. Esta afirmación es controvertida, de hecho Strawson cree que es falsa. El enunciado de la doctrina de Quine puede simplificarse; nos comprometemos a creer en la existencia de cualesquiera géneros de cosas a las que nos refiramos, o pretendamos referirnos en serio, bien cuando nos refiramos de forma general, por medio de variables de cuantificación, bien cuando lo hagamos de una forma determinada, por medio de nombres y otros términos singulares definidos. Su doctrina adicional, que da cuenta de esta formulación del criterio ontológico, es la de que todas las referencias pueden llevarse a cabo, y así deberían hacerse por claridad lógica, con variables bajo cuantificación.

Quine únicamente consideraría dignas de seria consideración filosófica aquellas creencias nuestras que son claras y científicamente aceptables. El exceso ontológico aparente que acompaña la proliferación de nombres y frases nominales en nuestro discurso ordinario puede ser achacado a una mera conveniencia práctica. Persigue Quine la ontología fundamental con la que se hallan profundamente comprometidas nuestras creencias fundamentales y científicamente aceptables acerca de la realidad, los únicos objetos que comprende esa ontología son los objetos de referencia que desde tal punto de vista resultan téoricamente indispensables.

Hay un programa de reducción ontológica que a Strawson le gustaría comparar con el programa de análisis reductivo. El impulso iba en la dirección de la reducción de conceptos por medio de la definición y mediante la descomposición o definición a partir de conceptos más simples. Ahora, el impulso marcha en la dirección de reducir los compromisos con entidades (objetos de referencia) por medio de la paráfrasis crítica expresada en la notación canónica. Pero aunque queda esperar que los resultados finales de ambos programas sean ampliamente diferentes, el segundo impulso reductivo guarda al menos cierto parecido formal con el primero. Parecería que ciertos tipos de entidad son fundamentales para la estructura de nuestro pensamiento, porque la necesidad de referirnos a ellos sobreviviría a la presión de la paráfrasis crítica.

Strawson ha comparado el estilo reductivo de análisis con otro que busca no tanto reducir todos los conceptos a un dominio de elementos más simples, sino más bien trazar conexiones y establecer prioridades dentro de una estructura conceptual fundamental. El reduccionista ontológico dibuja una distinción simple y tajante entre los géneros de cosas a los que parece que nos referimos tomando como guía los hábitos laxos y autoindulgentes de nuestro habla ordinario.

Cabría acordar que los atributos y las propiedades son ontológicamente secundarios con respecto a los objetos a los que se atribuyen, en tanto que la referencia a las propiedades presupone la referencia a los objetos, aunque no a a la inversa. La conformidad acerca de este punto no exige que rechacemos la existencia de propiedades ni tampoco que concedamos que podríamos dejar de referirnos en absoluto a las propiedades o dejar de cuantificar sobre ellas, so pena de empobrecer muy notablemente nuestro sistema de creencias.

Esa sugerencia sería coherente con la propuesta de que en lugar de preguntar: ¿cuáles son los objetos de referencia que sobreviven a la presión de la paráfrasis crítica, conducida según principios severamente quineanos?, habríamos de preguntar ¿cuáles son las categorías más generales de cosas que de hecho tratamos como objetos de referencia o, lo que viene a ser lo mismo , como sujetos de predicación y cuáles son los tipos más generales de predicados o conceptos que empleamos de hecho al hablar de aquellos objetos? Existe un conjunto de cuestiones ontológicas que no carecen de relación con las nociones fundamentales de la lógica.

Nos acercamos al punto en el que debemos enriquecer, por así decirlo, la mezcla de ontología y lógica, añadiendo a ella algo de epistemología. Hasta que no hagamos eso, no se producirá ningún progreso.

Strawson plantea una duda más directa que concierne a la propuesta de Quine. Pensando en los atributos o propiedades, que Quine considera ontológicamente inadmisibles por carecer, comparados con las clases, de un criterio de identidad claro y general. Supóngase que diésemos por bueno que se pudiera prescindir de la referencia a, y de la cuantificación sobre, propiedades, aunque no de la referencia a, y de la cuantificación sobre, los objetos pertenecientes a esas clasesa de los que se predican las propiedades.

Strawson da dos razones para dudar de la doctrina quineana del compromiso ontológico

  • Si ordinariamente decimos que no creemos en la existencia de algún atributo, ello se debe a que es otra la forma habitual y correcta en que se nos ha de interpretar. Una de las cosas que ordinariamente queremos decir al afirmar de atributos y propiedades  que no existen, es algo manifiestamente diferente de lo que la doctrina en cuestión nos pide que digamos. Ésta no es una objeción seria, pues vincula la noción de compromiso ontológico a la de indispensabilidad como objeto. Todo lo que se precisa para responder a la objección es que admitamos un sentido secundario, aunque bastante común de existe, de acuerdo con el cual, decir de una cierta relación o propiedad que existe es decir que existen, en el sentido primario o fundamental de la palabra, algunas cosas de las cuales se puede predicar la propiedad o relación en cuestión.
  • Cuando se dice algo se puede cuantificar sobre propiedades o no hacerlo, y además, sea como sea la forma de decirlo, se puede establecer un compromiso con la existencia de propiedades. No abolimos los compromisos rehusando hacerlos explícitos, así como tampoco se pone fin a las realidades incómodas con eufemismos. Este argumento se puede descartar aduciendo que tan sólo refleja un rasgo de nuestro lenguaje que no es esencial

Resumen del capítulo 7 del libro de Strawson Análisis y Metafísica

Veremos en este capítulo la noción de verdad y sus relaciones con la teoría del conocimiento y la teoría del significado lingüístico.

Históricamente, la primera de estas relaciones ha sido la más sobresaliente, estableciendo dos teorías rivales de la verdad:

  • La teoría de la verdad como correspondencia, en la que una creencia es verdadera si y sólo si se corresponde con un hecho, un estado de cosas objetivamente existente.
  • La teoría de la verdad como coherencia, para la cual una creencia es verdadera si y sólo si es miembro de un sistema de creencias que se acepte y que sea coherente, consistente y comprensivo.

Pero no se trata de que una salga victoriosa sobre la otra. Se trata de dónde poner el énfasis, en qué partes o aspectos diferentes de nuestro sistema conceptual debemos situarnos, considerando que:

  1. Algunas creencias lo son de primera mano
  2. Pero la mayoría de las creencias no tienen un fundamento personal
  3. Algunas creencias han de ser generales
  4. Las creencias pueden ser incompatibles
  5. La necesidad de que nuestras creencias sean coherentes
  6. Para añadir una nueva candidata, nos lo planteamos contra un todo que no se cuestiona.

En vez de demostrar que estas dos teorías de la verdad son  incompatibles, veámos que aspecto de la estructura de nuestro pensamiento pone cada una de ellas de relevancia.

Centrándonos en primer lugar en la teoría de la verdad como correspondencia, ésta responde a un rasgo fundamental de la estructura de nuestro esquema de pensamiento: la realidad contiene experiencias y creencias. La verdad de una creencia consiste en que esa realidad, que  existe independientemente, con la cual se relaciona la creencia, es como cree que es quien la tiene por el hecho de tenerla

Considerando la teoría de la verdad como coherencia, el énfasis se sitúa en la dependencia mutua y en la conexión lógica recíproca de los elementos que forman nuestro sistema de creencias. La sola insistencia en la noción de correspondencia puede confundirnos si queremos conseguir una imagen realista de nuestro pensamiento, de nuestra propia imagen del mundo:

  • puede hacer que nos equivoquemos si nos incita a pensar que algunas creencias son capaces de poder emparejarse individualmente con su propio trozo de realidad y  concebir después toda la estructura como algo meramente compuesto, con la ayuda de la maquinaria lógica de la composición y la generalización
  • la obviedad de la correspondencia puede inducir a error si nos lleva a abrazar una imagen confusa, y en última instancia autocontradictoria del acceso a los hechos, a la realidad, como algo que se hace al margen de conceptos. En contra de semejante imagen, la teoría de la coherencia insiste en que no se puede tener ningún contacto cognitivo y por ello ningún conocimiento de la realidad que no lleve consigo la formación de creencias, la realización de juicios y el uso de conceptos.

Los teóricos de la correspondencia insisten en un rasgo fundamental de cualquier sistema o estructura de creencias, que son sistemas o estructuras de creencias sobre una realidad concebida como algo inexistente con independencia de esas creencias particulares que tratan de ella. Insisten en la interdependencia de las partes de la estructura y en la idea de que no se puede corregir una creencia sin formar otra: insisten, de hecho, en que nuestras estructuras de creencia son estructuras de creencia.

Vamos a abordar de nuevo la cuestión pero matizándola y refinándola. El punto de partida será ahora una verdad obvia acerca de la verdad:

es verdad que p, si y sólo si p

La fórmula parece aplicarse a todas las proposiciones posibles. Si alguien dice que Juan es calvo, lo dice y es verdadero si y sólo si Juan es calvo. Aunque inatacable, este esquema apenas si es instructivo. Su contenido teórico es mínimo. Cuando los filósofos plantean preguntas sobre la naturaleza de la verdad quieren algo más substancial.

Sólo puede conocerse lo que es verdadero: las condiciones bajo las cuales una creencia puede ser considerada conocimiento incluye, aunque no quedan agotadas por, la condición de que la creencia sea verdadera. La idea de condición bajo la que una oración expresa una verdad ocupa un lugar central en la idea de significado de la oración. La noción de verdad sirve de vínculo entre la teoría del conocimiento y la teoría del significado. No es el único vínculo entre ambas. Otro vínculo lo aporta la noción de comprensión de una oración. Una teoría del significado de un lenguaje dado debería mostrar cómo los significados quedan sistemáticamente determinados por los significados de sus elementos constituyentes y por los modos en que esos elementos se combinan. También debería dar una explicación de cómo comprendemos los significados así determinados. Una teoría del significado tendría que incluir una teoría de la comprensión.

Consideremos de nuevo la sencilla fórmula, que podría no resultar tan vacía como parece. Incorpora una doble referencia: a un creer o un decir por una parte y a eso que hay en el mundo sobre lo que trata el enunciado o la creencia por otra. Y ello invita a entender la verdad como algo que consiste en una cierta correspondencia o ajuste entra estas dos cosas. Un enunciado que empareja un nombre particular con un predicado general es verdadero si y sólo si, el elemento nombrado satisface el predicado. Las oraciones simples de este tipo se encuentran en el fundamento de cualquier teoría semántica.

Los juicios morales, las ecuaciones matemáticas y las tautologías de la lógica no son enunciados o proposiciones y por consiguiente no son ni verdaderos ni falsos. Se las debe asociar más bien a reglas o a imperativos. Se relacionan con el mundo natural ordinario, pero no lo hacen como enunciados que versen acerca de él, sino como instrucciones para actuar dentro suyo o para calcular o razonar sobre él.

Otra reacción, opuesta a la anterior, es abrazar lo que en matemática y quizás en lógica se conoce como platonismo y aceptar la existencia de cualidades y relaciones no naturales en la esfera de la moral. El filósofo que sigue este curso no pone límites al concepto de verdad, a diferencia de lo que hace su oponente. En lugar de ello fuerza o extiende el concepto de realidad o el de mundo.

Ambas reacciones son consideradas insatisfactorias. La primera parece que ignora o pasa por alto de una forma excesivamente arrogante el alcance que en realidad damos al concepto de verdad. La segunda reacción ofrece de hecho esa explicación, pero espúrea o vacía. Si ambas reacciones son instatisfactorias y si comparten una presuposición común, es esa presuposición común lo que debe cuestionarse. Es el modelo simple de la correspondencia palabra-mundo lo que incita a una parte a confinar la extensión del concepto de verdad dentro de los límites del mundo natural.

Cuando una persona sabe de hecho que alguna proposición no observacional es verdadera, entonces alguna proposición o conjunto de proposiciones observacionales, constituye la razón, o la razón última, que esa persona tiene realmente para creer en la proposición no observacional. Esta tesis es bastante absurda. Se convierte en una que lo resulta ligeramente menos si se extiende la clase de las proposiciones observacionales de forma que no sólo incluya las proposiciones que consignen lo que el sujeto observa, sino también las proposiciones que consignen lo que puede recordar que observó en el pasado.

La tesis presupone una imagen del sistema de creencias de un individuo que distorsiona grandemente los hechos de la vida mental. Esa imagen de una clase de estructura jerárquica de creencias, en la que los miembros superiores descansan en otros inferiores, que son la evidencia que tiene el individuo a favor de los primeros o las razones por las que cree en ellos, y estos miembros inferiores descansan en otros todavía más inferiores, hasta llegar al nivel ínfimo, el nivel fundamental. Pero es falso que el sistema de creencias de un individuo o que sus conjuntos de creencias se encuentren organizados de esa forma. Los elementos del sistema de creencias de un individuo están conectados entre sí de formas numerosas y complejas. Podría decirse de muchas proposiciones que cuanto más firmemente arraigadas se hallan en un sistema de creencias, menos apropiado resulta preguntar cuáles son las razones para creer en ellas.

Como imagen del modo en que se halla organizado el sistema de creencias de un individuo, la tesis que estamos considerando carece totalmente de realismo. Ninguna de nuestras creencias sobre el mundo escapa en principio a la duda o a su cuestionamiento, cuando una de nuestras creencias se cuestiona seriamente, cualquier procedimiento racional para resolver el problema normalmente supondrá que nos pongamos a nosotros mismos en posición de llevar a cabo alguna observación pertinente. Así pues, puede decirse que las proposiones observacionales son al menos los últimos puntos de comprobación del conocimiento.

En cualquier estadio en el que se pidan razones, en que se efectúen críticas o en que se extraigan conclusiones, los cuerpos de conocimiento o creencia preexistentes proporcionan un trasfondo indispensable para estas operaciones reflexivas. Y es sólo contra tal trasfondo que las proposiciones observacionales desempeñan su función de comprobación.

El carácter progresivo y continuo de la exposición del individuo al mundo es evidente. En cada momento, puede decirse que nuestro sistema de conocimientos (o de creencias) tiene que adaptarse a las creencias que el curso de nuestra experiencia (el curso de nuestra observación) nos imponga en ese momento. Qué creencias nos imponga el curso de nuestra experiencia es algo que dependerá del carácter del sistema preexistente. Pero la necesidad propia de este género de acomodamiento a nuestra experiencia en curso es una necesidad que nos acompaña siempre, y que nos ha acompañado siempre, desde el momento mismo en que por primera vez puedo atribuírsenos una creencia.

No toda creencia aceptada ni toda presunta muestra de información puede contrastarse o comprobarse con la evidencia de nuestros ojos y oídos, pero algunas pueden y deben serlo. En el peor de los casos, un escepticismo radical y que lo invada todo es algo que carece de sentido, y en el mejor una pérdida de tiempo. Pero una de las cosas que aprendemos de la experiencia es que un escepticismo práctico y selectivo es sabio.

Para Strawson la tradición empirista está equivocada. De acuerdo con esa tradición, ha que considerarse que la estructura general de nuestras ideas deriva de una pequeña parte de sí misma, básica y no derivada; dada, y que consiste en la sucesión temporalmente ordenada de estados mentales subjetivos, incluyendo sobre todo las experiencias sensoriales en la mente del sujeto.

Podría hablarse de tres variedades principales de empirismo:

  1. En la primera de ellas, la estructura general de nuestros pensamientos, de nuestras creencias ordinarias sobre el mundo, ha de entenderse como si fuese un tipo de teoría, elaborada sobre la base que forma la sucesión de estados subjetivos; por ello, la estructura demanda justificación racional, más o menos de la forma en que demandan justificación racional las actuales teorías científicas que se ocupan del mundo o de la realidad.
  2. En la segunda, la estructura general de nuestras creencias es considerada no como una teoría que precisa de justificación razonada, sino como una forma de pensar con la cual estamos comprometidos de modo natural. Pero que estemos así requiere una explicación científica, que ha de fraguarse exclusivamente con los materiales básicos. Este es el empirismo de Hume, que se hace más evidente cuando Hume dice que es inútil preguntarse si hay o no cuerpos, puesto que no podemos dejar de creer que los haya; la pregunta oportuna es la de cuál es la causa de que creamos que los haya. La propia respuesta de Hume recurre a los estados subjetivos básicos y a las leyes psicológicas que pueden formularse a partir de éstos.
  3. El tercer tipo de empirismo se caracteriza porque todas las nociones constitutivas de la estructura general de nuestro pensamiento son construcciones lógicas de elementos básicos. Desde un punto de vista ontológico, los únicos elementos cuya existencia estaríamos obligados a admitir serían los elementos básicos, los estados subjetivos mismos.

De los tres empirismos, la tercera variedad, la esencialmente reductiva, es la que más se acerca al atomismo conceptual. Entre las tres concepciones hay algunos elementos que pueden combinarse entre sí para dar lugar a una variedad compuesta que pertenecerá a la misma familia. Ayer tiempo atrás fue partidario de la tercera variedad, y se decantó más tarde por una teoría que mezcla la primera con la segunda. Quizás la más atrevida sea la segunda opción, la de Hume. Pero cualquier filósofo empirista pensará que cualquier de las tres opciones es correcta, y en conjunto agotan las posibilidades.

Este punto de vista, de que se trata de alternativas exhaustivas, podrá decirse que es el rasgo definitorio del empirismo clásico. No ha de confundirse con el principio central del empirismo en general, el cual debería seguir contando con nuestro respeto y en el que Kant insistió de modo decisivo, precisamente por haber liberado al principio de las confusiones y limitaciones del empirismo clásico. Kant, al mismo tiempo que superó estas limitaciones, empaquetó su correcta comprensión del principio en una doctrina, la del idealismo trascendental, que lo transgredía.

Strawson adopta posiciones que constrastan con el empirismo clásico.

  • En primer lugar, su punto de vista es que la justificación de la estructura general de ideas dentro de la que ha trazado algunas de las principales conexiones está fuera de lugar; no hay que justificarla partiendo de la reducida sucesión de estados subjetivos temporalmente ordenada. Al contrario, lo básico es precisamente la estructura general de ideas, el marco general de nuestro pensamiento, el fundamento de nuestra economía intelectual. Toda justificación racional de la teoría de la realidad presupone y descansa en esta estructura general.
  • En segundo lugar, está el tema de la explicación. Una explicación natural como la que Hume se esforzó por dar, de la adquisición por el individuo que madura, del dominio de este marco de nociones, una explicación de la ontogénesis del marco mismo es algo que puede intentar hacerse, y quizás lograr en términos psicofilosóficos. Pero los términos mismos de la explicación pertenencen a ese marco o lo presuponen. Sería difícil encontrar hoy en día un filósofo que apoyara el tercer tipo de empirismo, el de la teoría de las construcciones lógicas o el programa de reducción mediante definición. Las dificultades de la reducción se hicieron insuperables. Y no hablemos ya de que los conceptos de los objetos materiales, los candidatos obvios a la reducción, son ellos mismos indispensables para describir de forma verídica las experiencias sensibles en cuyos términos habían de definirse.

El empirismo clásico de Locke, Berkeley, Hume y sucesores ha tratado de construir o justificar nuestra imagen general del mundo partiendo de la base, demasiado estrecha, formada por la sucesión de estados mentales subjetivos y que incluye sobre todo las impresiones sensibles. Strawson indicó el error de tales intentos.

Hay, sin embargo, otra trayectoria en filosofía que comete casi el error opuesto. Si la primera tradición podría llamarse internalista, su opuesto o complementaria podría denominarse tesis del externalismo. El externalismo considera no problemático el mundo físico público de los cuerpos que se mueven e interaccionan en él, mientras que para él, la vida subjetiva e interna es problemática. Una forma de internalismo es la reduccionista o construccionista: las entidades problemáticas han de reducirse a, o construirse con, las entidades aproblemáticas. Una forma extrema de externalismo sería que las entidades problemáticas y aproblemáticas desempeñen papeles opuestos.

A Strawson el externalismo le parece atractivo, y aporta dos razones:

  1. El pensamiento de que las características, las relaciones y el comportamiento de los cuerpos en el espacio, incluyendo los cuerpos humanos, son o parecen ser, satisfactoriamente definidos y observables; mientras que la vida interior o mental parece ser característicamente elusiva e indefinida, inaccesible a la inspección pública o a la verificación científica. Tratar de llevar a cabo una reducción externalista de la experiencia perceptiva no sólo es un intento intrínsecamente absurdo, sino que se autorrefuta: el intento hace saltar precisamente la base en la que descansa el atractivo del externalismo, es decir, la naturaleza satisfactoria y definidamente observable de la escena pública física.
  2. El impacto del externalismo se siente de forma más inmediata en la filosofía de la mente y de la acción. Pero no se limita a la filosofía de la mente, a no ser que ampliemos de hecho nuestra concepción de ésta hasta incluir en ella, cuando menos, la filosofía del lenguaje, la teoría del significado y la filosofía de la lógica. Existe en filosofía una distinción tradicional que se remonta al menos al siglo XVII. Leibniz la expresó al distinguir entre verdades de razón y de hecho. Otros filósofos han hablado de verdades lógica o semánticamente necesarias, en contraposición a verdades contingentes; o puede que en términos más restringidos, de verdades analíticas y verdades sintéticas. Cuando adoptamos o tratamos de explicar estas distinciones, vemos que es útil usar con entera libertad las nociones de significado, identidad, inclusión o incompatibilidad de los sentidos de las expresiones, de las proposiciones, concebidas de forma abstracta, que expresan las oraciones en uso.

Como usuarios del lenguaje, sabemos lo que decimos y lo que los demás dicen con nuestras palabras, lo suficientemente bien como para apercibirnos de inconsistencias y consecuencias, de necesidades e imposibilidades, que son atribuibles tan sólo a sus significados, a su sentido. Una cierta dosis de mentalismo es tan inevitable en la teoría del signficado como lo es en la teoria de la percepción.

Considera lo aportado como suficiente con lo que respecta a lo que denomina perversiones filosóficas: el empirismo clásico o mentalismo desbridado y el externalismo o fisicalismo desbridado.

Existen dos rasgos generales y fundamentales en nuestros sistemas de ideas: somos seres capaces de acción, agentes, y somos seres sociales, sociedad.

A lo largo del tiempo elaboramos una imagen del mundo según la cual en todo momento ocupamos un punto de vista perceptivo; mundo que se extiende en el espacio más allá de los límites de ese punto de vista y en el que distinguimos, respondiendo a los conceptos de cosas que hagan al caso, seres individuales que ocupan espacio y que tienen, como nosotros historias pasadas y quizás un futuro. Semejante imagen del mundo no se elabora con independencia de las funciones que ejercemos como seres activos.

Considerando la acción, lo que hace que el concepto de acción sea inteligible y lo que pone en relación nuestro papel de seres cognitivos con nuestro papel de agentes es que tenemos actitudes a favor o en contra de estados de cosas que creemos que se dan en el presente o que consideramos posibles o probables en el futuro. En gran medida, nuestras creencias nos importan, como nos importa el que deban ser verdaderas. Nuestras acciones se basan en, o resultan de, la combinación de la creencia y la actitud pertinentes. Nuestras acciones están encaminadas a poner fin o a evitar estados desfavorables de cosas reales ahora o posibles en un futuro; y están encaminadas también a perpetuar o a que lleguen a ser el caso, estados favorables de cosas reales ahora o posibles en un futuro. Esto sería el esquema preliminar de la posición que ocupa el concepto de acción. Pero ofrece resultados inadecuados en varios aspectos:

  • No aclara suficientemente la medida en que nuestros conceptos de cosas que ocupan espacio, y el concepto mismo de nuestra propia posición perceptiva en relación con esas cosas del mundo, se hallan impregandos de las posibilidades de acción que éstas permiten o impiden. Al aprender la naturaleza de las cosas, aprendemos las posibilidades de acción; al aprender las posibilidades de acción, aprendemos la naturaleza de las cosas. Nuestra conciencia de que la situacion admite ciertas posibilidades de acción es precisamente la cara opuesta de la conciencia que tenemos de las limitaciones de esas posibilidades.
  • Hay un vínculo igualmente importante entre el concepto de creencia y el de acción. La acción resulta de una combinación de creencia y deseo, pudiéndose decir, y habiéndose dicho, que su causa es esa combinación. Lo que tenemos aquí no es una relación causal simple entre cosas que, en caso contrario, no se hallarían vinculadas entre sí. Aunque podamos tener a veces razones especiales para matizar nuestro juicio, en general tiene gran peso y valor filosófico este popular epigrama: ver es creer. En la situación perceptiva la noción creencia parece hallarse anegada de un contenido que es ya, podría decirse, rico en experiencia.
  • Una creencia sobre el mundo a menudo llevará consigo una conciencia de formas posibles de actuar, de evitar lo que se desea evitar y de alcanzar los fines que uno persigue. Creer algo, es decir, creerlo realmente es, en parte al menos, hallarse dispuesto a actuar de una forma apropiada, cuando la oportunidad lo permita. Formulación insuficientemente exacta. En los hombres, o de hecho en cualquier ser racional, los tres elementos de la creencia, el valor (o deseo) y la acción intencional pueden distinguirse entre sí; sin embargo, ninguno de ellos puede comprenderse propiamente y ni siquiera se los puede identificar como no sea por relación a los demás.

Considerando el aspecto social, es muy normal en la tradición filosófica pasar por los problemas epistemológicos y ontológicos haciendo abstracción del notable hecho de que el usuario de conceptos desempeña el papel de ser social. Sin embargo, esa forma de proceder es extraña. Porque no se trata de que cada uno de nosotros construya su imagen cognitiva del mundo, adquiera sus cocnceptos, desarrolle sus técnicas y hábitos de acción de forma aislada y, sólo después, como si dijésemos en un cierto momento entre en relación con otros seres humanos y se enfrente a un nuevo conjunto de preguntas y problemas. Todo ese desarrollo cognitivo de los conceptos y comportamientos acontece en un contexto social. La adquisición del lenguaje, sin el cual el pensamiento maduro es inconcebible, depende del contacto y la comunicación interpersonales.

Si nuestro sujeto es un hombre que forma parte de su mundo, parece necesario admitir que este mundo es esencialmetne un mundo social. Llegados a este punto nos encontramos en el umbral de los problemas filosóficos en los que los conceptos de acción y otros relacionados gozan de un protagonismo particular. Strawson se refiere a los problemas de la ética y la filosofía política, de los que no dirá prácticamente nada.

Vamos a dotar de más contenido a la experiencia del mundo objetivo, propia de un sujeto que usa conceptos, y a la de experiencia que da lugar a juicios verdaderos sobre el mundo.

La palabra «Aquí» sugiere que la conciencia del mundo propia de quien usa conceptos es conciencia desde un cierto punto de vista espacial en un momento, ya que la conciencia cambia de continuo porque el mundo cambia y porque cambia la orientación de ese usuario en el mundo. O por ambas cosas al mismo tiempo. Implica por tanto una conciencia del mundo y algo que se extiende en el espacio. «Ahora» implica tanto un sentido del pasado y de la conciencia (memoria) que de él tiene el sujeto como un sentido de su posible o probable futuro. Las palabras aquí y ahora indican un punto de referencia particular por relación a sujetos concretos en tiempos concretos que hacen esa referencia objetiva.

Podemos percibir  mal, y de hecho así acontece. Pero es un rasgo de nuestro esquema habitual de pensamiento el entender que la percepción sensible produce juicios que son verdaderos generalmente o de forma usual. El mínimo de contenido que parece haber en la idea de que la percepción sensible da generalmente lugar a juicios verdaderos sobre un mundo espacio-temporal objetivo sea que debería haber una relación de dependencia muy regular entre la experiencia propia de la percepción sensible y cómo son las cosas objetivamente.

El ámbito de la experiencia de un sujeto en todo tiempo tiene un límite. La experiencia que tenga en un momento del tiempo dependerá tan sólo de ciertas partes o aspectos del mundo objetivo.

Ésta es la noción de una experiencia que depende causalmente de los rasgos objetivos. Esta noción de la dependencia causal de la experiencia, tenida en la percepción, de rasgos del mundo objetivo espacio-temporal está implícita desde el principio mismo en el concepto de percepción sensible, puesto que generalmente se piensa que produce juicios verdaderos sobre el mundo.

Para que alguien tenga una experiencia no basta con estar ubicado en el espacio y en el tiempo y responder sistemáticamente a su entorno. Sino  que la sensibilidad adopte la forma de conocimiento consciente de su entorno. Se trata de sujetos que emplean conceptos para formar juicios sobre el mundo que resultan de la experiencia tenida en la percepción sensible.

Lo que se acaba de decir, puede tentar a pensar que se dan dos estadios en la formación de juicios perceptivos:

  • Estadio 1. La experiencia sensible
  • Estadio 2. El juicio

De hecho hay filósofos que adoptan esta imagen, según la cual, la experiencia sensible sería algo rico y suficientemente complejo, pero no se le concedería mucha atención salvo con vistas a un propósito especial, ya que su principal función sería la de servir de agente causal inmediato en la promoción de creencias sobre el mundo, en la causación del juicio.

Según el juicio de Strawson, esta imagen es errónea, porque los conceptos empleados en el juicio perceptivo sobre el mundo y la experiencia sensible misma se compenetran más estrechamente. Los conceptos son vacíos a menos que podamos vincularlos, directa o indirectamente, a las condiciones de la experiencia. La relación de los conceptos con la experiencia debe ser particularmente estrecha cuando se trata de esos conceptos ordinarios, en cuyos términos formulamos nuestros juicios perceptivos más naturales.

Hasta el momento, Strawson ha observado que la experiencia perceptiva debe ser causalmente sensible al mundo que hay a nuestro alrededor, y que se halla impregnada de los conceptos que empleamos al formar juicios perceptivos sobre el mundo. Pero es claro igualmente que si esos juicios han de ser verdaderos en general, los conceptos utilizados en ellos deben ser, en general, conceptos de géneros de cosas que están realmente en el mundo y conceptos de propiedades que esas cosas realmente tienen.

Por lo tanto, Strawson ni plantea un problema ni propone una solución. Simplemente traza las líneas que conectan entre sí las partes de la estructura, la concepción que tenemos de la estructura básica de las ideas en que se produce tal ganancia de conocimiento puede refinarse como resultado de esa ganancia.

Nuestra experiencia sensible se halla impregnada de los conceptos del mundo objetivo, el que se extiende en el espacio y en el tiempo, de cómo son las cosas que determinan la verdad o falsedad de nuestros juicios.

Desde una perspectiva espacial, tendremos conceptos de relaciones espaciales, de posiciones relativas en el espacio y tendremos conceptos de propiedades espaciales que caracterizan a los ocupantes de las posiciones del espacio, forma y tamaño.  Nuestros conceptos del mundo objetivo serán ante todo conceptos de cosas que tienen no sólo propiedades sino también posiciones espaciales. Las nociones de posición espacial, extensión, forma y tamaño son relativamente abstractas. No podemos hacernos perceptivamente conscientes de la posición, la extensión y la forma de algún ocupante del espacio como no sea haciéndonos conscientes de estas propiedades espaciales bajo alguna modalidad sensible o sensorial específica. Nos hacemos conscientes de la forma, el tamaño y la posición de los ocupantes del espacio mediante el reconocimiento de los límites definidos por cualidades visuales y táctiles que mantienen sutiles relaciones entre sí y con otros tipos de experiencia sensible. Hay escritores que consideran puramente subjetivas las cualidades sensibles propias de una modalidad sensorial. El hecho de que percibamos las cosas como teniendo esas cualidades sensibles es una consecuencia causal tanto de la constitución física de las cosas mismas como de la nuestra propia. Si hubiésemos estado hechos de otra manera, percibiríamos las cosas de forma diferente. Es decir, subjetivo significa que ninguna cualidad sensible semejante pertenece real o intrínsecamente a las cosas que ocupan el espacio. Aunque podamos percibir objetos en el espacio, no podemos percibirlos en absoluto tal y como ellos son. Y no podemos cambiar esto, ya que la percepción estaría siempre mediada por cualidades sensibles de alguna clase. A las cosas se las puede concebir como realmente son, en términos abstractos, pero no se las puede percibir como son de verdad. Esta conclusión es perfectamente aceptable, y al mismo tiempo, es compatible con la proposición de que normalmente percibimos las cosas como son en realidad.

Considerando la dimensión temporal, se necesita alguna forma de memoria en el sujeto que juzga, algún sentido del pasado, y del futuro, para dar fuerza al ahora. Sin embargo, necesitamos más que todo eso. Para que la noción de perspectiva espacial sobre un mundo objetivo posea contenido empírico o experiencial, es necesario que el sujeto pueda tener, y pueda aplicar empíricamente, la idea de identidad permanente de algunos de los objetos que caen dentro del alcance de sus percepciones cambiantes. Con el paso del tiempo cada uno de nosotros elabora una imagen detallada del mundo. Pero todas las imágenes detalladas, elaboradas por diferentes sujetos de experiencia con el paso del tiempo, comparten una estructura básica común: todas ellas son imágenes de un mundo en el cual cada uno de nosotros ocupa, en un momento dado, un punto de vista perceptivo y en el cual los individuos que ocupan espacio, señalados y señalables como tales mediante conceptos de cosas de ese género, tienen, como nosotros, historias pasadas y quizás un futuro. Estos individuos ocupan una posición fundamental en nuestro esquema de cosas, en la estructura conceptual que empleamos. Estos objetos, con sus cambios, sus relaciones y sus conexiones recíprocas constituyen, o proporcionan, el marco espacio-temporal unitario de nuestro mundo. Este hecho se refleja en nuestro lenguaje. Los objetos materiales son los referentes por antonomasia de nuestros nombres y frases nominales. Disponemos de y empleamos nombres y frases nominales para una enorme variedad de cosas de otras clases. Pero son derivados de adjetivos, verbos o de cláusulas completas; o alternativamente, tienen como modelos a nombres o frases nominales obtenidos de esa forma. El lenguaje nos proporciona un reflejo del lugar fundamental que corresponde a ciertos tipos de objetos de referencia, a los individuos lógicos, en nuestro esquema de las cosas. Y, por consiguiente, también de la primacía de ciertos tipos de predicación, de los tipos que corresponden a las propiedades y relaciones.

Resumen del Capítulo 5 del libro de Strawson Análisis y Metafísica

Resumen del capítulo 4 del libro de Strawson Análisis y Metafísica

Recordemos cómo apareció en escena la lógica. El uso de los conceptos, o al menos su uso fundamental, está en el juicio, en la formación o posesión consciente de creencias sobre lo que es el caso. Lo que el juicio persigue es la verdad. Queremos formar creencias verdaderas en lugar de creencias falsas; y un juicio o creencia dado es verdadero en la medida en que las cosas son en realidad como cree que son quien hace el juicio o sostiene esa creencia. Ésta es la perogrullada que encierra eso que se conoce con el nombre de teoría de la verdad como correspondencia. En nombre de esa teoría se han cometido errores. Uno de los méritos del término correspondencia es poner de manifiesto que, contrapuesta al juicio y a las creencias, se halla la realidad o el mundo natural, las cosas y los eventos con los que se relacionan o de los que tratan nuestros juicios o creencias, y que lo que hace que nuestros juicios o creencias sean verdaderos o falsos es cómo son las cosas del mundo natural.

La relación de los juicios morales con el mundo natural es materia para el debate. Las verdades de la lógica y de la matemática pura son regiones en las que el pensamiento se alimenta de sí mismo para generar estructuras cuya validez es independiente del modo en que las cosas son en realidad. Este punto de vista es defendible. También puede ser negado en nombre de una realidad matemática propia; o se lo puede rechazar por considerar que descansa en una distinción insostenible que tiene que ver con las formas en que se validan las creencias. En cualquier caso, hay tema de debate.

Los juicios, mejor dicho, las proposiciones, que nos conciernen más fundamentalmente, son juicios acerca de cómo son las cosas del mundo natural; y cómo sean de hecho es lo que determina la verdad o falsedad de estos juicios. Así pues, de una parte tenemos el uso de los conceptos en el juicio y la creencia; de la otra, la realidad, el mundo, los hechos; y el estado de la segunda determina la verdad o falsedad de los primeros.

¿Cómo llega a formar creencias el usuario de conceptos? Básicamente llega a ser consciente de la realidad en la experiencia; la experiencia del mundo le capacita para usar conceptos al juzgar sobre ese mundo.

Tanto la pregunta como la respuesta son de orden epistemológico. No es que la experiencia sea un vínculo que capacite al usuario de conceptos a actuar como hacedor de juicios con buenas perspectivas de llegar a tener creencias verdaderas. La conexión entre el juicio, el concepto y la experiencia es más estrecha que todo eso. Los conceptos de lo real no pueden significar nada para sus usuarios a no ser que se relacionen, directa o indirectamente, con una posible experiencia de lo real. Los conceptos en cuyos términos formamos nuestras creencias primitivas adquieren sentido para nosotros en la medida en que son conceptos que juzgaríamos que se aplican en situaciones de posible experiencia.

Los conceptos que no desempeñan ninguna función en el conocimiento son vacíos, a no ser que guarden relación con posibles experiencias. La dualidad inicial es la dualidad del sujeto que juzga y de la realidad objetiva sobre la que juzga. El riesgo inherente a la insistencia empirista, es el de que se pierda de vista esta dualidad. Al subrayar que la experiencia no sólo colma el hiato que hay entre sujeto y objeto, sino que dota de contenido significativo a todos los conceptos que usamos, corremos el riesgo de que la noción de realidad objetiva quede sepultada totalmente en la de experiencia o de que sea absorbida por ésta. Muchos idealismos y todos los fenomenalismos son resultado de este sepultamiento, y la historia de mucha de nuestra epistemología, si no es la historia de este hundirse en este abismo, es la de la lucha por salir de él. En cualquier caso, es mejor desde el principio mantenernos lejos del abismo.

Nuestra labor es conectar esta noción lógica con la noción ontológica de realidad objetiva sobre la que juzgamos; con la noción epistemológica de experiencia que por sí sola dota de sentido y contenido a nuestros juicios. La forma fundamental del juicio afirmativo, en virtud de la cual juzgamos que un concepto general tiene aplicación en un caso particular es ambigua, pues oscila entre dos tipos de formas: las formas de las proposiciones atómicas y la forma cuantificada existencialmente. Podemos considerar semejante ambigüedad posiblemente útil, porque  lo que hemos de preguntarnos es muy general: ¿qué hemos de entender, por lo que respecta a la noción de juicio que versa sobre la realidad objetiva, por caso particular al que se aplica un concepto general?

Si hemos de usar conceptos, tenemos que poder encontrar en la experiencia diferentes instancias particulares suyas y distinguirlas en tanto que diferentes y, al mismo tiempo, hemos de reconocer también que son semejantes por el hecho de que a todas se  les pueda aplicar el mismo concepto.

Es necesario introducir las dos grandes nociones de espacio y tiempo y conectarlas con la noción de diferentes instancias particulares de un mismo concepto. La imagen que tenemos de la realidad objetiva es la imagen de un mundo en el que las cosa se encuentran separadas y relacionadas en el tiempo y el espacio, en el que coexisten diferentes objetos particulares, cada cual con su propia historia, en la que diferentes eventos acontecen sucesiva o simultáneamente, y en el que diferentes procesos se completan en el tiempo. El objetivo de Strawson es simplemente el de concretar las nociones de espacialidad y temporalidad con las de diferentes instancias o casos particulares de un concepto general; es decir, con la noción lógica de objeto individual.

La condición para que tengamos conceptos generales de lo objetivamente real, de objetos en la naturaleza, que no sean en absoluto conceptos de cosas espacio-temporales, sería que tengamos una cierta clase de experiencia; una experiencia en la cual espacio y tiempo no desempeñen cometido alguno o, cuando menos, en la que no guarden ninguna relación con nuestra conciencia totalmente empírica de las diferencias numéricas entre diferentes instancias particulares de uno y el mismo concepto.

La conexión de las dos nociones de espacio y tiempo con las de diferentes instancias particulares de un concepto general es, de hecho, una característica general básica de nuestra estructura conceptual.

Hay dos distinciones conectadas entre sí: la distinción lógica entre referencia y predicación y la distinción ontológica entre individuos espacio-temporales y los conceptos generales de propiedad y relación. Son precisamente esos objetos espacio-temporales los objetos fundamentales de referencia o los sujetos de predicación. Si aceptásemos esto, tendríamos la clave de la doctrina de que en realidad estamos comprometidos a creer en la existencia de precisamente esas cosas que, de forma absoluta, debemos tratar como objetos de referencia, si hemos de poder expresar nuestras creencias.

Supongamos ahora que la noción de existencia estuviese ya ligada en nuestras mentes a la de los particulares individuales, es decir, a la de cosas cuya identidad misma es inseparable de la posibilidad de distinguirlas espacio-temporalmente de todos los otros miembros de su género. Es decir, estamos predispuestos naturalmente a considerar al particular individual, con su propio lugar en el espacio y el tiempo, es paradigma mismo de lo genuinamente existente, de lo real. Añadamos ahora el hecho de que parece que en nuestros juicios básicos sobre la realidad objetiva los individuos espacio-temporales serán realmente los objetos de referencia, o como Quine diría, los elementos recorridos por nuestras variables de cuantificación. Si ponemos juntas estas dos ideas, dispondremos posiblemente de parte de la explicación que antes habíamos echado en falta, explicación tanto del punto de vista de que aquello en cuya existencia realmente creemos es lo que no podemos sino tratar como objeto de referencia, como del impulso asociado a la economía ontológica: el deseo de reducir al mínimo estos compromisos ontológicos.

Resumen del segundo capítulo de Análisis y Metafísica de Strawson

¿Cuáles son las formas que puede adoptar una teoría analítica, sistemática y positiva?. Análisis implica resolver algo complejo en sus elementos y mostrar las formas en que éstos se relacionan. Qué cuenta como elemento dependerá naturalmente, de la clase de análisis en cuestión. Hay que detenerse en ingredientes que sean completamente simples desde el punto de vista de la investigación que se esté acometiendo.

Para el caso del análisis conceptual, nuestra tarea consistirá en encontrar ideas que fuesen completamente simples y demostrar cómo pueden ensamblarse mediante una construcción lógica o conceptual, las ideas más o menos complejas que son de interés para los filósofos.

Lograr una comprensión clara de los significados complejos reduciéndolos a significados simples. Puede parecer un proyecto bastante implausible. Y lo es. Sin embargo este proyecto, o algo que se le parezca ha sido y sigue siendo tomado en serio.

Cuando nos enfrentamos a la labor de llevar a cabo una elucidación filosófica de algún concepto en particular, tratamos de averiguar las condiciones necesarias y suficientes de la aplicación correcta del concepto.

Cabe abordar este estilo de análisis sin pretender incluso sólo conceptos que sean ellos mismos absolutamente simples, al enunciar las condiciones necesarias y suficientes de aplicación de un concepto dado. Una fórmula verbal que el filósofo analítico odia oír es: su análisis es circular, es decir, se ha incluido entre los elementos de su análisis el concepto mismo que dice que analiza.

El análisis reductivo es un modelo de análisis mediante la descomposición de una estructura compleja en sus elementos más simples, en un proceso que termina únicamente cuando se alcanzan las piezas que no pueden ser ellas mismas desmontadas.

Consideremos un modelo de análisis filosófico bastante diferente, más realista y fructífero. Puede que se trate más de una elucidación que de un análisis. Abandonemos la noción de simplicidad perfecta de conceptos; abandonemos incluso la idea de que el análisis debe proceder siempre en la dirección de la mayor simplicidad. Imaginemos el modelo de una elaborada red, un sistema de elementos conectados entre sí. Un modelo en el que la función de cada elemento, de cada concepto, sólo puede comprenderse apropiadamente desde el punto de vista filosófico, captando sus relaciones con los demás, su lugar en el sistema. Todavía sería mejor sugerir la imagen de un conjunto de sistemas de este tipo formando todo él un dispositivo mayor.

La acusación general de circularidad perdería fuerza, porque nos habríamos movido en un círculo amplio, revelador e iluminador. Pero no hay que perder de vista que algunos círculos son demasiado pequeños y nos movemos dentro de ellos, pasando por alto que lo son, pensando que hemos establecido una conexión reveladora, cuando en realidad no es así.

El programa de análisis reductivo, según el cual los límites del análisis estarían en los conceptos o significados absolutamente simples, parece claramente implausible.

Cualquier filósofo que crea en los elementos simples o atómicos del análisis reductivo, verá estos elementos con una luz especial. Los considerará ingredientes básicos de nuestra estructura conceptual, porque todo lo demás habrá de explicarse en términos suyos, mientras que ellos  mismos no se tendrán que explicar en términos de nada mas. Serán conceptualmente últimos o gozarán de una absoluta prioridad conceptual. En nuestro esquema de cosas serán absolutamente fundamentales.

Ahora bien, estas nociones -lo último, lo básico, lo que goza de prioridad absoluta o lo que es absolutamente fundamental en nuestro esquema conceptual- resultan obviamente atractivas. Se encuentran entre las que nos atrajeron inicialmente hacia la filosofía. Así pues, podemos preguntar: ¿Es sólo el estilo reductivo de la filosofía analítica, con su compromiso con átomos de análisis, lo que permite que hagamos uso de estas fascinantes nociones? ¿Debemos evitarlas, si vemos que es más realista el modelo alternativo que traza conexiones dentro de un sistema sin esperar poder descomponer los conceptos o reducirlos a otros conceptos más simples? Si preferimos este modelo, que podríamos denominar de la conexión, para resaltar el contraste con el modelo reductivo o atomista, ¿hemos de renunciar desde el punto de vista del análisis de conceptos, a la idea de que hay algo fundamental? Strawson piensa que no, y se expone al responder así a la siguiente pregunta: ¿dónde se han de buscar, entonces, los conceptos básicos, una vez que se ha retirado la confianza al modelo reductivo?

El conocimiento de los conceptos de las disciplinas especializadas ha de desarrollarse, de algún modo, a partir de los materiales conceptuales que previamente habíamos adquirido. La adquisición de los conceptos teóricos de las disciplinas especiales presupone, y descansa en, la posesión de los conceptos preteóricos de la vida ordinaria.

He aquí, entonces, una forma de ordenar los conceptos por su prioridad. Los conceptos presupuestos son conceptualmente anteriores a los conceptos que los presuponen. Los conceptos filosóficamente básicos han de encontrarse entre los que se emplean en el discurso técnico especializado. ¡Pero son tan numerosos y heterogéneos! Deberíamos buscar conceptos altamente generales, que no fuesen descomponibles, que fuesen no contingentes. Teniendo en cuenta que irreductible no significa ni implica simple, y complejo significa que su elucidación filosófica requiere que se establezcan conexiones con otros conceptos con los que se halla necesariamente relacionado.

Un concepto o un tipo de concepto es básico en el sentido pertinente, si es uno de esos conceptos o tipos de conceptos generales, omnipresentes y en última instancia irreductibles que forman en conjunto una estructura, estructura que constituye el marco de nuestro pensamiento y discurso ordinarios y que presupone las varias disciplinas especializadas o avanzadas que contribuyen de formas diversas a nuestra imagen total del mundo. Nociones que requieren una ulterior elucidación.

Pero ¿cuáles son los límites de la contingencia y cómo se trazan? Una proposición es contingente, si en estricta lógica su negación no genera una autocontradicción. En este sentido es contingente que exista un ser sensible y pensante, y es contingente, por ello, que un concepto llegue a usarse de alguna manera.

Pero también cabe entender esta cuestión en un sentido mucho más interesante aunque menos definido. Parece probable que nuestra experiencia tenga rasgos estructurales esenciales a cualquier concepción de la experiencia (comprensible para nosotros) propia de seres autoconscientes.

Supongamos que hay límites que determinen la estructura mínima que podemos considerar inteligible como posible estructura de la experiencia. Entonces, los elementos de esa estructura, y la estructura misma, serán básicos en un sentido más fuerte que el que hemos considerado previamente. Porque, y he aquí la noción opuesta a la de contingencia que andábamos buscando, serán rasgos necesarios de cualquier concepción de la experiencia que nos resulte inteligible, y por ello, los conceptos de estos rasgos serán, precisamente en este sentido, conceptos necesarios, elementos no contingentes de nuestra estructura conceptual.

Kant llevó a cabo el esfuerzo más serio y decidido por establecer la necesidad de una cierta estructura conceptual mínima. Trató de establecer los límites inferiores del sentido. Extraviarse y no encontrar esos límites no es la única manera en que los filósofos pueden traspasar, y han traspasado, los límites del sentido. Hay un límite superior, así como un límite  inferior. Kant establece tanto un límite superior  como uno inferior.

Tenemos por lo tanto, dos concepciones de las estructuras conceptuales básicas, una de las cuales es más fuerte, más exigente, que la otra, puesto que requiere que sus elementos estructurales básicos sean necesarios o no contingentes. Y no es preciso cultivar una e ignorar la otra.

Siguiendo con el resumen del libro Análisis y Metafísica de Strawson, toca el turno del primer capítulo.

Hay una clase de filosofía que todavía florece y que lo seguirá haciendo con seguridad mientras los hombres continúen meditando sobre su naturaleza y sobre su situación moral. Hablo de ese género de reflexión más o menos sistemática que uno halla en las obras de Heidegger, Sartre y Nietzsche, del que no hay duda de que ha presidido en gran medida la obra de este último filósofo: un género de reflexión que conduce a veces a un nuevo enfoque de la vida y la experiencia humanas.

La filosofía analítica no promete ninguna visión reveladora. Su objetivo es bastante diferente. Su actividad favorita es el «análisis conceptual». Se trata de un trabajo intelectual que consiste en desmenuzar ideas o conceptos; en descubrir cuáles son los elementos en los que se descompone un concepto o una idea.

Se puede establecer una primera analogía denominada Analogía de la Terapia, en la que el filósofo analítico se asemeja a un cierto tipo de terapeuta que no ofrece doctrinas ni teorías, sino que aporta una técnica. Por lo tanto, la función del filósofo analítico es la de poner orden en nuestras cosas o la de ayudarnos a hacerlo; la de liberarnos de las confusiones obsesivas, de los falsos modelos que dominan nuestro pensamiento y capacitarnos para ver con claridad lo que tenemos delante de nosotros mismos.

Nuestros desórdenes nunca surgen cuando nuestros conceptos o nuestras ideas están desempeñando realmente su labor, sino tan sólo cuando holgazanean. Nos topamos con problemas cuando permitimos que los conceptos o las palabras se desvinculen de su uso real, de los asuntos teóricos o prácticos que les dan su significación, cuando permitimos que discurran ociosas por nuestra mente.

Poder hacer algo es muy distinto de poder decir cómo se hace. Las gramáticas se aprendieron implícitamente mucho antes de que se las escribiera explícitamente; y las gramáticas implícitas son necesarias para el habla y, por lo tanto, necesarias para el pensamiento. Los seres humanos racionales, capaces de un pensamiento maduro, deben tener un conocimiento implícito de más cosas que gramáticas.

En nuestras transacciones con el mundo manejamos un bagaje conceptual enormemente rico, complicado y afinado; pero ni se enseña, ni se podría enseñar, a dominar todos los elementos que integran este formidable bagaje cuando se nos enseña la teoría de su empleo.

Aprendemos las palabras «mismo», «real» o «existe» y su uso correcto sin ser conscientes de los problemas filosóficos de la identidad, la realidad y la existencia. De la misma manera, aprendemos una amplia y heterogénea gama de nociones éticas, conceptos espaciales y temporales, ideas de causalidad y explicación, emociones, operaciones mentales….La enseñanza que recibimos es fundamentalmente práctica y en gran parte por medio de ejemplos. Mucho de lo que aprendemos lo logramos repitiendo y siendo ocasionalmente corregidos, tal y como aprenden a hablar gramaticalmente los niños antes de que oigan hablar de gramáticas.

Pero así como el dominio práctico no lleva consigo en forma alguna la habilidad de enunciar sistemáticamente las reglas que observamos sin esfuerzo, tampoco el dominio práctico de nuestro bagaje conceptual lleva consigo en absoluto que comprendamos clara y explícitamente los principios que gobiernan nuestro emplejo de ese  bagaje, la teoría de nuestra práctica.

La enseñanza explícita de los significados que recibimos y proporcionamos del modo usual es estrictamente práctica tanto en la intención como en su efecto. Los principios, la estructura y las explicaciones en cuya búsqueda anda el filósofo analítico no se pueden alcanzar a través de ninguna de estas técnicas estrictamente prácticas; porque se trata precisamente de los principios y la estructura cuya captación implícita está presupuesta en el uso de tales técnicas.

¿Cuáles son las relaciones entre esta explicación de la labor filosófica, que recurre a la analogía de la gramática, y la explicación wittgensteniana, que se vale de la analogía de la terapia? Está claro que tienen bastante en común. Las dos ponen gran énfasis en el uso real de los conceptos dentro de las esferas que le son propiamente suyas. Sin embargo, ambas difieren significativamente en su espíritu y objetivos. La analogía gramatical sugiere la existencia de un sistema, de una estructura subyacente general, que hay que poner al descubierto, e incluso que hay que explicar.

La analogía terapeútica parece haberse concebido con un espíritu más negativo. No hemos de construir un sistema, sino que «compilamos recuerdos» guiados por una finalidad particular, la de liberarnos de las confusiones y perplejidades en que caemos cuando nuestros conceptos remolonean en la mente.

De las dos analogías, es muy posible que encontremos más atractiva la de la gramática por su espíritu positivo y constructivo. Strawson así lo ve. Sin embargo, la concepción negativa goza de cierta ventaja, aunque sólo sea por la aparente modestia que reivindica. Al menos no hay ninguna duda de la existencia de perplejidad, absurdo y confusión en filosofía; ni tampoco hay duda alguna de la utilidad de un método que resuelve la perplejidad y la confusión y que disipa el absurdo.

¿Hay alguna razón real para suponer que exista algo que merezca ser llamado, incluso figuradamente, la gramática de nuestro pensamiento ordinario? Quizá, la razón por la que no podemos enunciar fácilmente la teoría de nuestra práctica es que no hay nada que formular, nada que no sea señalar la práctica misma.

La analogía podría adolecer de una limitación o defecto serio. El atractivo de la analogía descansa en el contraste entre el dominio de una práctica, por un lado, y la capacidad de discernir y enuncia explícitamente los principios que la rigen, por el otro. Pero seguramente cabría pensar, ha de distinguirse aquí entre conceptos que podrían llamarse preteóricos o no técnicos, de una parte y conceptos esencialmente teóricos de otra; entre el vocabulario común de los hombres y los vocabularios especializados de los físicos, los fisiólogos, economistas, matemáticos y bioquímicos. La analogía gramatical puede tener algunas aplicaciones en el primero, en el vocabulario común de los hombres. Pero ¿cómo podría aplicarse a los segundos, a los vocabularios de las ciencias especiales? Aprendemos las nociones ordinarias sin entrenamiento teórico; por ello es verdad que nuestro pensamiento ordinario podría tener una estructura no explícita que  hubiera que desvelar por medio de los métodos. Pero no es verdad que adquirimos los conceptos claves de las disciplinas especializadas sin que medie enseñanza teórica explícita.

¿Hemos de concluir por tanto que la filosofía, o cuando menos la moderna filosofía analítica, no tiene nada que ver con, y no tiene nada que decir sobre, esas ciencias especiales? Si la filosofía se ocupa de la estructura de nuestro pensamiento, debe con seguridad tratar de la estructura de todo nuestro pensamiento.

Así como nosotros, en nuestas relaciones ordinarias con las cosas, hemos adquirido una práctica preteórica, sin que por ellos seamos necesariamente capaces de enunciar los principios de esa práctica, de igual forma él, el científico especialista, puede haber adquirido eso que llamamos una práctica teórica sin ser capaz de enunciar, dentro de esa práctica, los principios de empleo de los términos que no son específicos de ella. Un científico natural puede ser inventivo proponiendo hipótesis que se confirman brillantemente y encontrarse perdido al tener que dar una explicación general de qué es la confirmación de una hipótesis científica. Entonces, además de la historia, tenemos la filosofía de la historia; además de la ciencia natural, la filosofía de la ciencia; además de la matemática, la filosofía de la matemática.

Los seres humanos tienen la necesidad de relacionar sus diferentes intereses intelectuales, tanto entre sí como con otros intereses inespecíficos; o de relacionar nuestra imagen del mundo dada por el sentido común con nuestras diversas imágenes abstractas, teóricas o especializadas de partes o aspectos del mundo. Carecemos de razón para esperar que haya un tipo de especialista experto en esta tarea en particular. Incluso cuando se mueve dentro de su propio terreno, el especialista está obligado a usar conceptos de aplicación más general. Del hecho de que los utilice con corrección no se sigue que sea capaz de dar una explicación clara y general de la forma característica en que se emplean en su campo

Al dar tales explicaciones y al señalar las diferencias y parecidos entre ellas, también se ponen precisamente de manifiesto las relaciones que existen entre los diferentes compartimentos de nuestra vida intelectual y humana. Por tanto, las dos tareas no son sino una.

No hay garantía de que demostrar automáticamente competencia en una disciplina especializada lleve consigo la capacidad de elaborar una imagen no distorsionada de la relación de dicha disciplina con otros asuntos humanos e intelectuales. De hecho, una competencia especializada podría ser un tipo especial de limitación. De ofrecernos una imagen de la realidad, no es improbable que su disciplina especial ocupe un lugar central, subordinando a ella otros asuntos. Esto sería imperialismo intelectual, en el que cualquier teoría que trate de ofrecer una imagen general de la realidad, pero que se erija bajo el dominio de algún interés particular, no se librará de la exageración y la distorsión. La producción y difusión de tales teorías puede ser inevitable, incluso parece natural en la especie humana el deseo de una única llave maestra que abra todas las cerraduras; y útil porque estas imágenes dramáticas y unificadas del mundo, centradas en un interés concreto, pueden ayudar a sacudir hábitos de pensamiento asentados en un terreno particular de investigación y ayudar a abrir el camino para nuevos desarrollos o hacer que se acepten y difundan los ya disponibles.