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Los términos del debate

Ante el tema de la migración existen dos posiciones teóricas iniciales en torno a las que orientar argumentos:

  • o bien se considera las actuales migraciones internacionales como formando parte de la normalidad histórica, puesto que siempre ha habido migración;
  • o bien se considera las actuales migraciones internacionales como anunciando un tiempo histórico que tiene elementos que lo diferencian de otras migraciones.

La situación histórica actual es distintiva porque la llegada de inmigrantes y su permanencia ponen directamente en entredicho los fundamentos (valores y principios) de la política tal como se ha construido en una democracia.

Es nuestro propio sistema de categorías políticas fundamentadas con los principios democráticos los que deben ser replanteados. Toda sociedad se mueve a través de un sistema de categorías que forma parte de su cemento estructural hasta que se produce paulatinamente un proceso de cambio que lo pone en evidencia, y se inicia un proceso de reflexión sobre los fundamentos que anclan el sistema de categorías.

Existen muchas formas de apelar a valores democráticos para legitimar posiciones teóricas, aunque evidencian unas concepciones muy diferentes de democracia. Uno de los principales criterios de distinción es si consideramos el poder del demos en su dimensión social, como población independientemente de su nacionalidad, o en su dimensión política, como ciudadanía normal.

Estas reflexiones se mueven teniendo en cuenta el hecho de que se ha producido una asincronía que evidencia la existencia de una gran brecha entre nuestro tiempo histórico que avanza mucho más rápidamente que nuestra capacidad conceptual de gestionar el proceso de multiculturalidad debido a la inmigración.

Kisselleck denomina conceptos asimétricos a aquellos conceptos que, bajo una aparente capa de descripción, esconden una unilateralidad y una interpretación desigual y parcial de la realidad. Son propios de discursos de grupos que reclaman la generalidad de forma exclusiva al rechazar toda posible comparación. Tales determinaciones generan conceptos contrarios que discriminan a los excluidos, por ejemplo: el que no es católico se convierte en hereje e incluso en incivilizado.

A través del debate sobre la reconstitución del demos político tenemos la oportunidad de analizar cómo se producen nuevos sistemas de categorías que, en último término, están muy vinculadas a si sabemos asumir la diferencia como valor y principio de orientación política.

Demos Político y población: una diferencia desafiante

Para Dahl, el proceso democrático comenzó su primera transformación en la polis griega y su segunda gran transformación con su extensión a la Nación-Estado. Su argumento es que estaríamos hoy en una tercera transformación, donde la democracia se extendería hacia el mundo. Dahl sigue como criterio el territorio: de la ciudad-Estado al Estado-nacional y, de este, al mundo.

Para este autor, el principio de inclusión es una de las variables definitorias de una democracia. El principio que dice que no puede haber una persona que obedezca leyes y no forme parte del demos. Lo que Dahl no percibió es que la tercera transformación tiene más un carácter cualitativo que cuantitativo. No es tanto de lo nacional a lo global, sino del carácter nacional y monocultural de la democracia a la democracia multicultural.

Si el demos es la propia noción donde se asienta el principio de soberanía, existen personas dentro de nuestras sociedades que no son soberanas. Aquí es donde todo el conjunto de valores y de principios que identifican a una democracia se tambalean. Formulando mejor el argumento anterior: la presencia de inmigrantes nos obliga a aceptar que las teorías sobre la democracia han supuesto la pertenencia a una comunidad y han asumido que los principios democráticos sólo se aplicaban sobre los miembros de dicha comunidad. El principal tema que suscita este supuesto es el determinar los límites de la obligación de las democracias actuales.

Santísima Trinidad de la democracia actual: Estado, Nación y Ciudadanía

La democracia actual está configurada en el marco del Estado-Nación y codifica en derechos y deberes al demos político bajo la noción de ciudadanía. La ciudadanía es el principal vehículo de legitimación del Estado-Nación.

El Estado es la entidad política que define quién es ciudadano y qué limita territorialmente su actividad. La Nación es la entidad simbólica que vincula culturalmente el territorio estatal con la ciudadanía, creando la lealtad y cohesión necesarias para que el vínculo entre el Estado y la ciudadanía sea permanente y estable a través del tiempo. La Ciudadanía juega en este marco un papel mediador. Es el principal vehículo que tienen el Estado y la Nación para vincularse y legitimarse.

En nuestras democracias, cada uno de los elementos de esta relación tiránica no pueden concebirse como separados. Esto significa que cada uno de los componentes se define y limita con ayuda de los otros dos, como que cada uno de ellos sirve de mediador para entender los otros. Denominaremos esta relación, no sin ironía, como la Santísima Trinidad de nuestras democracias liberales europeas (para reforzar su carácter de creencia). Todas ellas forman su sistema de valores atendiendo a este vínculo sagrado, producto directo de nuestra tradición ilustrada y del proceso de modernidad de nuestras sociedades. Salir de este triángulo supone salir del paradigma de la Ilustración. Podemos hacer dos lecturas de este marco conceptual:

  • La lectura institucional. Incide en que el marco social sirve de referencia para orientar nuestras principales instituciones y el uso del poder político. Desde este punto de vista, se puede hacer una triple interpretación:
    • El vínculo indisoluble Estado-Nación-Ciudadanía conforma los límites de la estructura básica de nuestras sociedades liberales y democráticas europeas que debe entenderse como el actual campo de la legalidad.
    • Fuera, el principio mismo de legalidad tiene serios problemas contextuales para aplicarse. Este vínculo constituye la base actual sobre la que se apoya toda justificación del poder político.
    • La relación Estado-Nación-Ciudadanía es el marco dentro del cual se define quien está dentro y quien queda fuera del demos.
  • La lectura normativa. Incide más en que el marco es una de las principales fuentes de valores y criterio último para resolver conflictos. Se puede hacer una triple interpretación:
    • El vínculo Estado-Nación-Ciudadanía transforma nuestro marco de referencia dentro del que valoramos el campo de la política. Lo bueno y lo malo se definen en tanto refuerzan o amenazan la conexión sagrada entre el Estado-Nación-Ciudadanía.
    • Este vínculo orienta nuestras concepciones del mundo, nuestros paradigmas de pensamiento político. En este sentido, las discusiones que ponen en duda el marco conceptual son debates que tienen un carácter revolucionario en el sentido kuhniano de cambio de paradigma.
    • Este triángulo es la base normativa sobre la que se apoyan los conceptos políticos que habitualmente usamos para describir y explicar nuestras sociedades liberales democráticas.

Fuera de estas “fronteras” tenemos dificultades para hacer cumplir los criterios básicos de la democracia de la misma forma que dentro de las fronteras. Esto implica que para un ciudadano cruzar las fronteras de su Estado es cruzar también las “fronteras de la democracia”.

El demos ha sido concebido tradicionalmente de una forma culturalmente homogénea. Aunque los criterios para pertenecer al demos han variado históricamente, su conceptualización ha sido siempre construida en términos excluyentes, por oposición a los que no pertenecen a él. Además, esta identidad cultural del demos ha sido una de las mayores bases para legitimar el hecho que los que quedan dentro del demos puedan obligar a los que quedan fuera de él que obedezcan sus decisiones.

Una primera reflexión sobre la ciudadanía en un entorno multicultural debe precisamente comenzar por discutir si es todavía viable entender el demos bajo el vínculo moderno entre Estado, Nación y Ciudadanía.

Continúa en Nuevo Tiempo Histórico para la Democracia

Basado en Multiculturalidad, Inmigración y Democracia: La re-constitución del demos político de Ricard Zapata-Barrero.

Capítulo 12 de Ciudad y Ciudadanía. Senderos contemporáneos de la Filosofía Política. Ed. de Fernando Quesada

Dimensiones de la reconstrucción de la ciudadanía

En poco tiempo el término “ciudadanía” se ha convertido en uno de los referentes más abarcadores y comprensivos de la reflexión filosófico-política y de la politología.

En 1994, Kylimcka y Norman en el artículo El reto del ciudadano, señalaron que el tema de la ciudadanía había hecho acto de presencia en el campo de la discusión teórica. El interés por el tema del ciudadano se debe, entre otras cosas, a un pluralidad de hechos políticos y cambios sociales muy dispares: desde la pasividad y apatía de los potenciales votantes al resurgimiento de los movimientos nacionalistas; desde la crisis del Estado del bienestar al hecho del multiculturalismo o al fracaso de las política ambientalistas.

El tema “ciudadanía” parece inagotable. Sobre todo cuando se hace girar en torno a él la desestructuración radical de muchas sociedades, tanto de las propias naciones como en el tan continuamente nombrado “nuevo orden internacional”. Las propuestas contenidas en los bosquejos o en los proyectos de ciudadanía solo pueden ser asumidas, en el límite, como presuntos imperativos categóricos.

El carácter contrafáctico y/o academicista de muchos trabajos tiene su contrapunto en la continua instrumentalización que hacen los partidos políticos de las más novedosas acusaciones, como por ejemplo, el “patriotismo constitucional” que ha de acompañar al nuevo ciudadano, o la idea de “obligación” que la ciudadanía conlleva. De este modo, se margina y se posterga la realización del conjunto de los derechos sociales y de aquellos otros que constituyen las condiciones de posibilidad para el reconocimiento y el ejercicio de una ciudadanía responsable.

El horizonte de problemas viene determinado por lo que Horkheimer denominaba pensamiento dogmático. La reescritura de la ciudadanía, inserta en y revestida con el valor legitimatorio derivado de su pertenencia a alguna de las tradiciones ya conformadas históricamente, viene constituyendo uno de los modos de asumir las demandas reales surgidas en torno a la redefinición legal y material de la ciudadanía, así como en torno a la determinación de los sujetos de la misma. Pero los discursos sobre esta temática se cifran en la capacidad estipulativa de algunos autores para diseñar el modelo que cada cual estima más conveniente en función de la perspectiva adoptada. El tipo más representativo de esta última forma teórica de proceder se concreta en la “construcción” contrafáctico-normativa de lo que debe ser la ciudadanía, al tiempo que, en un segundo momento, se trataría del proceso de su inserción en la realidad.

Sobre la ciudadanía y algunos de sus críticos

Los problemas que han provocado la reescritura del tema de la ciudadanía son tan plurales como reales en un tiempo de cambio como este en el que estamos insertos. La demanda nunca satisfecha de igualdad en la ciudadanía defendida por el feminismo, los problemas de doble nacionalidad en función de los movimientos migratorios, etc., son cuestiones abiertas.

Estas cuestiones reclaman un reconstrucción de los elementos estructurales que puedan responder hoy a la aparición de las nuevas dimensiones y realidades de la vida socio-política. Ahora bien, nuestras objeciones no comportan la negación de la nueva problemática en torno al tema de la ciudadanía ni pretenden obviar la absoluta necesidad de establecer “críticamente” un orden de realidad conceptual y práctico que asuma las citadas demandas, sin duda, perentorias. Se trataría de la necesidad de una nueva instancia constituyente de sentido, problema de radical calado filosófico, que afecta tanto a una nueva modalidad epistemológica del saber como a la reestructuración del orden mismo de lo humano.

A propósito de la reelectura de la ciudadanía y atendiendo también al significado de la caída del muro de Berlín y de los movimientos sociales que aceleraron dicho proceso de cambio, cabe destacar algunas posturas críticas. Estas críticas se articulan, en gran medida, como negación de la enfática tematización de la ciudadanía y su primacía en el ámbito de la política. Conviene advertir que las tres corrientes de pensamiento que vamos a citar, neoliberalismo, neoconservadurismo y la interpretación liberal comunitarista de Walzer, confluyen en su crítica a la centralidad del tema de la ciudadanía, aunque sus orígenes y sus motivaciones responden a distintos momentos históricos. Ahora bien, el contexto de muchas de las actuales discusiones sobre la ciudadanía viene marcado por la elaboración que llevan a cabo los neoliberales sobre la sociedad civil o los neoconservadores en torno a las “estructuras mediadoras”.

Una vez incorporadas a la sociedad civil, ni la ciudadanía ni la producción pueden ser absorbentes. Tendrán sus partidarios, pero ya no serán modelos para el resto de nosotros. Existen buenas razones a favor del argumento neoconservador de que en el mundo moderno necesitamos recuperar la densidad de la vida asociativa y volver a aprender las actividades y conocimientos que la acompañan. Posiciones que vienen a ser refrendadas, esta vez desde opciones neo-liberales, centradas en una interesada crítica del Estado del bienestar, apostillando una supuesta incapacidad del Estado para generar sentimientos de solidaridad e identidad colectiva.

Se trata de una confluencia, de hondo calado político, entre neoconservadores, liberales y las claves argumentativas que sostienen la posición del Walzer comunitarista, cuyo modo de abordar la política está modulado por un cierto liberalismo socialista. La modernidad de que la vida social había de ser configurada, de modo privilegiado, por los principios de la vida política en orden a la construcción de una vida en común fundamentalmente justa. El sentido del interés general era lo que prestaba unidad a la pluralidad de los individuos: interés general que cobraba forma desde la concepción central del espacio público y que se sustentaba en la práctica activa de la ciudadanía. En las tres corrientes señaladas, sustentan sus posiciones doctrinales en el declive y en el abandono necesario de la centralidad de la categoría de la ciudadanía debida al propio fracaso del Estado, los partidos políticos, etc., cuya asfixiante burocratización ha propiciado la actitud pasiva que reflejan los bajos índices de participación en las elecciones referidas a tales instituciones.

Conservadurismo: sociedades intermedias frente a ciudadanía

Lo que hemos llamado el segundo imaginario político surgido en la Revolución Francesa y que tiene su expresión política más densa en la “creación de la ciudadanía”, ha venido sufriendo operaciones de desgaste tan profundas como el surgimiento de los totalitarismos del siglo XX.

El neo-conservadurismo ha construido un cuadro de campos semánticos y conceptuales que han propiciado el vaciamiento inferior de los contenidos sustanciales de la reflexión filosófica de la política y de la ciudadanía. Los neoconservadores, como Novak, centran todo el interés de la reflexión política en facultar para reconstruir los procesos constituyentes de sentido, “otros agentes sociales que no sean el Estado”. Ello significa que entre el liberalismo y el socialismo, entre el individualismo y el estatismo se impone la introducción de “estructuras intermedias o mediadoras” que recompongan una sociedad desarticulada y recreen un nuevo discurso legitimatorio, tales como las iglesias, las asociaciones de barrio, etc., que darían lugar a la confluencia de grupos que generarían un nuevo sentido de solidaridad o de pertenencia.

La operación de desplazamiento y sustitución de la política se consuma a través de los elementos de orden cultural con los que el neoconservadurismo intenta reescribir los procesos históricos e instituir la cohesión social. Las estructuras intermedias cumplen una doble misión: paliar y mitigar los efectos perversos del sistema económico-político. Actúan como verdaderas instituciones de disciplinamiento en orden a mantener los desajustes, las desigualdades y las jerarquías, que impone el sistema económico.

En definitiva, la ciudadanía, no solo pierde cualquier función central o legitimadora del sistema político sino que, absorbida por las prácticas “privadas”, ya no será un modelo para el resto de nosotros. El estatuto de la ciudadanía se ha vuelto superfluo en función de su propia exigencia de convertirse en referente del valor instituyente de sentido atribuido a la política, cuando esta parece haber llegado a su fin.

Neoliberalismo: frente a la ciudadanía: ¿retorno o disciplinamiento de la sociedad civil?

La paulatina marginación de la política como referente de la gramática profunda que articula los principios de la sociedad en cuanto a sus fines generales es ahora encarada desde la idea de una alternativa radical: el redescubrimiento, la recuperación de la sociedad civil, es decir, el retorno a la tradición clásica de la teorización de la sociedad civil y a las intuiciones de aquella segunda mitad del siglo XVIII.

A las demandas de una mayor democratización que venían siendo formuladas desde los comienzos de la crisis del Estado del bienestar, los neoliberales responden con la propuesta de una alternativa radical cifrada en la instauración de la sociedad civil como “un determinado tipo o carácter ideal de instituciones sociopolíticas”. Perez Díaz dice que la nueva reflexión sobre la sociedad civil no puede entenderse fuera del contexto de descubrimiento de las sociedades civiles reales que van emergiendo a lo largo de los siglos XVII y XVIII.

El interés estriba en el hecho de que su “vuelta” a los tiempo fundacionales acentúa una de las dimensiones de la propuesta de una alternativa socio-política institucional, es decir, la separación dibujada ya en Locke entre Estado y sociedad civil. La sociedad civil viene determinada por su continuidad normativa con el estado de naturaleza, situación previa que busca asegurar los derechos ya existentes a través de la conformación civil que conlleva al nacimiento del Estado. Este ha de velar para que tales derechos sean efectivos.

Los problemas crítico-epistemológicos, los políticos y los de carácter jurídico, que subtienden a la pretendida reconstrucción de la sociedad civil neoliberal en nuestros días, no han sido sometidos a una crítica pertinente porque los autores neoliberales siguen asumiendo ahistórica y acríticamente la metanarración que les sirve de fundamento para la artificiosa configuración del ciudadano que proponen.

El ciudadano es, propiamente, impolítico ya que el orden normativo que mantiene a los individuos en sociedad es el orden de aquel espacio y de aquella situación primera natural, externa y previa a la sociedad civil y al Estado. El pueblo no está relacionado propiamente con ninguna cultura y política. El pueblo existía previamente en una sociedad autónoma, independiente del Estado.

Desde la génesis del discurso liberal, aquello que ocupa un lugar distinto del Estado representa lo valioso normativamente, tanto desde el punto de vista ético como desde el político. Desde el punto de vista temporal aquello que precede a la conformación del Estado, realidad basada en la coerción, es asimismo el pueblo en su acepción identitaria más pregnante. Lo cierto es que la existencia de ámbitos de derechos per-políticos, referidos especialmente al “orden de la propiedad”, ha configurado, a lo largo de la historia, grupos de poderes privilegiados que han sustraído al interés general y a la transparencia del espacio público, la discusión y la determinación de tales derechos prepolíticos y ello porque en esa contraposición entre sociedad civil y Estado no se aducen los elementos de la racionalización política que permitiría establecer el equilibrio necesario entre lo particular y lo general.

Se ha hecho notar, por ejemplo, la tensión entre los derechos individuales, elaborados por Locke, y la idea de humanidad. Esta última categoría, en su indefinición política, puede ser utilizada tanto para avalar los derechos prepolíticos como para “poner en suspenso” los derechos, esta vez, no va de la humanidad, sino de todos los individuos. Perez Díaz no dejó de reconocer, en un momento, que los espacios abiertos por aquella ideal sociedad civil emergente han tenido sombras de enorme alcance, tales como la esclavitud, la explotación capitalista y la discriminación sexual.

En definitiva, en la sociedad civil del XVII y el XVIII, los procesos comunicativos que normativamente habían de determinar las relaciones en la sociedad se encontraban de hecho insertos en prácticas de exclusión y justificaciones de asimetrías en el orden de lo humano. Por las mismas razones, ni la reconstrucción analítica de tal sociedad civil, ni las experiencias determinantes de aquella forma de vida pueden contener las virtualidad necesarias para proponerse como una alternativa de instituciones socio-políticas a la altura de los tiempos presentes.

La insistencia en la reconstrucción de la sociedad civil desde los postulados ideológicos del neoliberalismo se presenta como una continuación de la reacción defensiva del neoconservadurismo frente a las exigencias de una radicalización democrática. La anunciada reconstrucción de la sociedad civil tiene componentes, más bien, de vuelta a los rasgos específicamente capitalistas del modo de producción: mercado y jerarquía social.

Desde esta perspectiva, alejada de planteamientos normativos, puede interpretarse su argumentación en torno al criterio último que ha de servir para juzgar a la clase política, su contribución a lo que cabe resumir como la paz y prosperidad de un país, o reducir el infortunio de su desorden y escasez, concepción de gobierno que lo limita a lo que podríamos denominar como una “buena gestión”. Por el contrario, el retorno de la sociedad civil supone su disciplinamiento, la promesa incumplida, una vez más, de la autonomía de los sujetos.

La política queda relegada al mero estatus de referente ideológico que ayuda a la identificación simbólica de ciertos complejos de problemas y facilita así el autogobierno del sistema. La reescritura de la ciudadanía, en términos de institución de sentido político-social en el ámbito público, ha de ser negada puesto que las relaciones entre Estado y sociedad civil quedan planteados, en este “retorno de la sociedad civil”, en términos de obediencia y autoridad.

Mas allá de la ciudadanía: la reconstrucción social

Esta reconstrucción social se asocia tanto a la demanda de las “asociaciones intermedias” por parte del neoconservadurismo, cuanto a la reconstrucción de la sociedad civil de corte neoliberal; o bien, por último, a la posición representada por un Walzer para quienes somos seres sociales por naturaleza antes que seres políticos o económicos.

Según nuestro autor, el republicanismo, el marxismo, el capitalismo y el nacionalismo representan perspectivas parciales de lo que podría aceptarse como vida digna. La alternativa política a estas cuatro corrientes no viene dada por la vía de una “superación sintética” de tales posiciones, sino por un desplazamiento del orden de la realidad y de la actividad humanas por considerar.

El campo de la política no puede ser asumido en y desde la figura del ciudadano con la carga moral y de idealizad que tienden a atribuirse a los ciudadanos. Más bien, la actividad político-democrática, ejercida realmente de un modo indirecto por la mayoría de la población, ha de entenderse en busca de las formas de vida que le dan soporte y alientan su permanencia.

A medio camino entre el neoconservadurismo y el liberalismo se abre camino la idea de que la vida digna se vive realmente en el ámbito de la sociabilidad de hombres y mujeres. Es una nueva reconstrucción de la sociedad civil, correctivo de las otras cuatro valoraciones ideológicas y, en términos ideales, la sociedad civil es una base de bases; todas están incluidas, ninguna es preferible a otra.

Al mismo tiempo, desde las tomas de decisiones en las tramas asociativas se configuran de algún modo las más distantes determinaciones del Estado y la economía. La estructura fundamental de la tesis sostenida se enmarca dentro de un espíritu liberal que marca significativamente la ausencia de lo político en el orden social primero (estado de naturaleza). Este orden de lo social se constituye, en su apoliticismo, como matriz normativa del desarrollo posterior, tanto de la sociedad civil como del Estado.

Esta pretensión de una forma de vida social autoactivada y autosostenida aproxima la posición de Walzer a las tesis de los neoconservadores. El “asociacionismo crítico”, tal como denomina Walzer su alternativa al orden político en sentido fuerte, tiene el atractivo de experimentarse como un cierto alivio del tradicional compromiso político-democrático y la aparente facilidad de la alternativa propuesta. Ahora bien, una atención precisa a las tramas sociales obligaría a un análisis más ajustado a la naturaleza, a la pluralidad y a las diferencias características de las mismas.

Arato insiste en que una hermenéutica más ajustada, que se comprometiera conceptualmente con los diversos gradientes de las relaciones en el ámbito social, nos llevaría a distinguir tres ámbitos distintos:

  • Las redes sociales latentes, surgidas de la autonomía social.
  • La sociedad civil como movimiento, en cuanto conjunto de movimientos, de iniciativas, asociaciones y públicos autoorganizados.
  • La sociedad civil institucionalizada, tal y como la conocemos en Occidente.

La supuesta prioridad natural que se pretende otorgar a los tipos de relación social más alejados del orden político y del Estado ha producido, en nuestra época moderna, la legitimación de formas de subordinación y exclusión entre individuos y grupos. Los supuestos comportamientos consagrados por esa prioridad de que somos seres sociales por naturaleza antes que seres políticos o económicos, acaban invisibilizando las situaciones de subordinación, de exclusión y haciendo imposible construir formas de identidad que no sean las impuestas heterónomamente.

Las órdenes de ser y estar que se articulan en torno a las pequeñas sociedades de familia, los referidos a los roles y a los detentadores de poder en los ámbitos pre-políticos, la signación del “lugar” que han de ocupar los individuos en función del sexo o raza, sobredeterminan y resignifican, a su vez, el ámbito de lo público y sus agentes, legitimando jurídicamente, en última instancia, la exclusión y la subordinación. El orden social así instaurado, que subyace al político, no encuentra su posible superación con una afirmación como la que realiza Walzer: solo un Estado democrático puede crear una sociedad civil democrática, porque el propio régimen liberal democrático es el que ha consagrado las formas de exclusión, de cosificación política de lo privado frente a lo público, de lo personal frente a lo político, de lo afectivo frente a lo jurídico. En definitiva, si queremos atender a los problemas de las mujeres, de los negros, de los esclavos y de cuantos sufran menoscabo de sus derechos, habría que rechazar las formas de asociaciones locales que se cierran rápidamente en sus formas de solidaridad, manteniendo los intereses idénticos de los grupos.

La solución a dichos problemas no se encuentra en tales asociaciones, sino que las corporaciones, las familias, las religiones, son la causa de tales males. La necesaria redefinición de la propia democracia para hacerse cargo de las nuevas situaciones en que se encontrarían los individuos o grupos, una vez abandonados los lugares y las identidades determinadas heterónomamente, guarda una cierta similitud con los exiliados.

Una salida adecuada de la “sociabilidad naturalizada”, resignificada políticamente por las corrientes teóricas dominantes y legitimada por usos jurídicos concretos, implica que se han de reconfigurar los conceptos de poder, se han de proporcionar los contextos de libertad que permitan el afrontamiento autónomo en orden a la recreación de las identidades.

El problema no radica únicamente en las desigualdades existentes, sino en el hecho de que esas desigualdades son posibles porque, en el interior de las relaciones sociales, han sido configurados los referentes de sentido, los de las categorías políticas y los del ordenamiento jurídico que adscriben los diversos grupos a su lugar propio, ya sea en el orden privado o en el público.

La paradoja de la sociedad civil es que su propia posibilidad de existencia y de implantación exige algún control o una determinada utilización del aparato Estado. La ciudadanía es uno de los muchos papeles que sus miembros representan, pero el propio Estado no se parece al resto de las asociaciones. Enmarca a la sociedad civil y la vez ocupa un espacio en su seno.

Basado en La actualidad de la ciudadanía, de Fernando Quesada.

Capítulo 10 de Ciudad y Ciudadanía. Senderos contemporáneos de la Filosofía Política. Ed. de Fernando Quesada

Las reflexiones y debates actuales sobre la ciudadanía conceden especial importancia a la cuestión de qué ciudadanos necesitan las sociedades democráticas actuales para afrontar los problemas de integración cívica y estabilidad a los que se enfrentan; problemas que no pueden resolverse solo con instituciones y leyes.

En general, podemos decir que un buen ciudadano se caracteriza por ciertas actitudes y disposiciones, es decir, por sus virtudes cívicas. Sin embargo, no todas las tradiciones teóricas interpretan el sentido y valor de la ciudadanía del mismo modo. Podemos destacar dos modelos, el liberal y el republicano.

Ciudadanía liberal.

Para el liberal, la sociedad es un conjunto de individuos y las instituciones y objetivos sociales se explican a partir de los fines y preferencias individuales, que tienen prioridad. De modo que el individuo liberal se ve a sí mismo como hombre antes que como ciudadano.

Dado que se supone que los hombre son individualistas en competencia, el proceso democrático es concebido como búsqueda de un compromiso estratégico de intereses, y la actividad política tiene el sentido de hacerlos valer en las instituciones de gobierno. Y como las preferencias e intereses están dados de antemano en la interacción política prima la negociación sobre la deliberación.

El liberalismo tiene expectativas limitadas respecto a la figura del ciudadano. Sus deberes cívicos son ante todo respetar los derechos ajenos y obedecer a la ley que los preservas. No todos los liberales tienen la misma concepción de la ciudadanía. Mientras para los “libertarios” como Nozick, que entienden el Estado como una agencia de protección de los derechos de propiedad, apenas hay lugar para la ciudadanía, otros liberales, como Rawls, sostienen que también hay lugar para la virtud cívica y el interés por lo público en el liberalismo.

El modelo republicano de ciudadanía.

El republicanismo tiene como base la concepción del hombre como ciudadano, alguien que se comprende en relación con la comunidad política, porque considera que la garantía de su libertad estriba en el compromiso con las instituciones republicanas y en el cumplimiento de sus deberes para con la comunidad.

El ciudadano republicano atribuye igualmente un valor máximo a la libertad, pero no la entiende como ausencia de interferencia ajena, sino como autonomía frente a la dominación arbitraria de cualquiera. Esa autonomía no se basa en la existencia de barreras protectoras, sino en los recursos de poder que proporcionan las instituciones políticas que fundan el autogobierno de los ciudadanos iguales.

En la concepción republicana de la ciudadanía, los derechos no son títulos anteriores a su reconocimiento por las instituciones políticas, sino derechos cívicos, creados por el proceso político de formación de voluntad. Puesto que la libertad está ligada positivamente a la ciudadanía, para el republicanismo tiene la mayor importancia la virtud cívica, que puede ser definida como compromiso y disposición al ejercicio activo de la ciudadanía en favor de la comunidad política y del interés público y se ejerce a través de la participación del ciudadano en la vida pública.

Al republicanismo le basta para justificar la participación la tesis de que es requisito indispensable de la libertad. Esta apelación a la virtud cívica exige presupuestos antropológicos diferentes a los del liberalismo. Supone que los ciudadanos no actúan únicamente por motivos egoístas, que es posible el desarrollo de disposiciones cívicas en un marco institucional y normativo adecuado.

El patriotismo republicano no consiste en la vinculación a un pueblo en tanto que entidad étnica y cultural, sino a la república como instituciones y su cultura política la libertad común. Y la virtud cívica que requiere es una virtud política y sus valores son simplemente los que requiere la convivencia libre entre iguales.

La participación en la república democrática debe reunir la triple condición de ser reflexiva, crítica y deliberativa. El ciudadano republicano ha de atender a la vida pública cuidando de informarse, mantener distancia crítica frente a los poderes y establecer los acuerdos que hacen posible la república justa y estable a través de una deliberación abierta en condiciones de libertad y equidad.

Por ello, el ideal republicano conecta bien con las actuales propuestas de democracia deliberativa. En la senda de esta tradición pueden situarse las actuales propuestas de reconstrucción de una ciudadanía activa, cuyos pilares serían una sociedad civil realmente cívica, inserta en lo público, y el desarrollo de una cultura política de deliberación, la crítica y la participación propiciada por medio de la educación cívica.

Basado en La actualidad de la ciudadanía, de Fernando Quesada.

Capítulo 10 de Ciudad y Ciudadanía. Senderos contemporáneos de la Filosofía Política. Ed. de Fernando Quesada

Históricamente, la condición de ciudadano ha venido siendo concebida como relativa a la pertenencia a un cuerpo colectivo en un territorio dado. Las fronteras de la ciudadanía pueden ser internas y excluir a residentes en el territorio de la sociedad política. Pero, en las sociedades actuales, la ciudadanía es (casi) universalmente inclusiva y sus fronteras son sobre todo externas.

Las relaciones de comunicación e intercambio entre individuos, sociedades y organizaciones públicas y privadas han creado una red mundial de interdependencia que pone en cuestión el marco de entidades soberanas e independientes (con ciudadanías exclusivas) que ha caracterizado al mundo desde la paz de Westfalia (1648). Las fronteras se hacen permeables y la ciudadanía parece abocada a abrirse en una dirección cosmopolita.

Ciudadanía e identidad nacional.

En su sentido moderno, la ciudadanía es un estatus jurídico y político que remite al Estado, a la asociación política de ciudadanos en un territorio. Lo cierto es que el acuerdo de asociación que funda idealmente el cuerpo político presupone un grupo previo, una comunidad de pertenencia preexistente, que es la que permite a sus integrantes reconocerse como conciudadanos de una entidad política común, delimitada frente al exterior.

Es preciso determinar quienes son los constituyentes del demos. Pero esto es algo que no puede decidirse a su vez mediante un pacto que determine quienes pactarán. Se funda en otras bases. Este demos ha sido concebido durante los dos últimos siglos como una Nación, una comunidad forjada por vínculos étnicos, históricos y culturales, que la dotan de una entidad colectiva propia y distinta de la mera agregación de individuos. La importancia de la identidad nacional ha sido sostenida tanto sobre argumentos ontológicos, que sostienen que la identidad personal y colectiva se forjan y desarrollan necesariamente en un espacio comunitario de tradiciones y valores como el nacional, sobre argumentos funcionales. La identidad nacional compartida es un prerrequisito de la solidaridad, así como de la democracia.

En cambio, la interpretación cívico-republicana considera que la ciudadanía es esencialmente una condición política establecida por la decisión conjunta de los ciudadanos sobre la forma y condiciones de su asociación para obtener objetivos comunes y constituir derechos. Son los ciudadanos, tomados de uno en uno, quienes deciden sobre la forma, la continuidad y los cambios de su asociación, su estructura económica e institucional y los criterios de pertenencia y admisión a la comunidad política.

La identidad política es una identidad construida y, por tanto, contingente y flexible. Esta concepción de la identidad colectiva parece más adecuada a la complejidad de las sociedades modernas. La integración política no necesita basarse en una homogeneidad cultural previa, que ya no es posible a no ser mediante la coacción en las actuales sociedades, complejas y plurales, sino en la participación en los procesos políticos de formación de opinión y de voluntad común que estructuran el autogobierno democrático y los derechos ciudadanos de quienes conviven y cooperan en una sociedad.

La identidad cívica parecería más adecuada a los principios universalistas de la conciencia contemporánea (los derechos humanos), y tener mayor capacidad de inclusión, al desvincular la ciudadanía de rasgos étnicos y culturales que no se pueden adquirir a voluntad. Ha de enfrentarse, sin embargo, a las críticas de abstracción (los ciudadanos reales viven en marcos propios y específicos de tradición y cultura) y de incapacidad de proporcionar un criterio de identificación de las entidades políticas.

Ciudadanos, extranjeros e inmigrantes.

Hay una tensión constitutiva en el concepto moderno de ciudadanía. Por una parte, la ciudadanía es una condición particular, relativa a la comunidad. Por otra, los presupuestos axiológicos de la figura misma de la ciudadanía, de los derechos y las instituciones políticas, son universalistas: prescriben igual consideración y respeto para los humanos en cuanto tales.

Las grandes migraciones transnacionales de nuestra época son un fenómeno crucial para comprender y abordar esa tensión. Ponen a prueba la posibilidad de conjugar las formas de vida e intereses de los ciudadanos de las sociedades de acogida y sus convicciones universalistas con las demandas de acceso de los inmigrantes. Desde una perspectiva normativa se ha sostenido que la única posición moralmente coherente es la de las fronteras abiertas. Una sociedad democrática liberal no puede rechazar justificadamente las demandas de admisión y ciudadanía de los venidos de fuera, puesto que reconoce el igual valor moral de los individuos y la prioridad moral de los individuos y sus derechos, así como la contingencia de las fronteras.

Los defensores de la justicia global sostienen que, en la medida en que los estados no satisfacen su obligación moral de garantizar los derechos humanos a la seguridad y la subsistencia por medio de políticas redistributivas, tienen obligación moral de admitir a quienes desean entrar. La pobreza de los países del Sur no se debe solo a factores endógenos, sino que está ligada a un orden político y económico global que produce una distribución injusta de recursos y poder. De manera que regular la inmigración para preservar la integridad de la comunidad política es una meta legítima solo si los deberes de justicia distributiva internacional están satisfechos.

Pero también se aducen argumentos para defender la necesidad y el valor de una ciudadanía particular, con relaciones preferentes entre sus miembros y al menos no ilimitadamente abierta, ya que no cerrada. La ciudadanía se levanta sobre rasgos de pertenencia que implican necesariamente criterios de restricción, porque no pueden ser compartidos por cualquiera. Por eso, una comunidad independiente ha de tener una cierta capacidad de autodeterminación respecto a la pertenencia.

Además, dar derechos de ciudadanía a todos los llegados es arriesgarse a minar las condiciones de confianza y seguridad mutua que hacen posible la ciudadanía responsable. Las migraciones están creando de nuevo, en las opulentas sociedades desarrolladas, una estratificación de la pertenencia en función del tiempo y condiciones de residencia de los inmigrantes, sometidos a políticas de admisión y permanencia dictadas por criterios de oportunidad cambiantes y los que se les conceden algunos derechos civiles y sociales reconocidos, pero no la plena ciudadanía.

Benhabib piensa que hay que conciliar el derecho de los estados a definir políticas de inmigración e incorporación con las exigencias normativas de una membresía justa. Esto implica fronteras porosas, normas restrictivas de la desnacionalización y la pérdida de los derechos de ciudadanía, exclusión de la extranjería permanente y prácticas no discriminatorias.

Hoy se plantea con fuerza renovada la demanda de repensarla desde una perspectiva cosmopolita. A favor de esto se aducen dos argumentos:

  • A) Las exigencias de la realidad. Un conjunto de fenómenos que suelen designase con el término “globalización”. La relación e interdependencia efectiva de las actividades sociales a escala mundial torna irreal una visión de la política y de la ciudadanía encerrada en el Estado. La autodeterminación real de los ciudadanos exige crear instituciones transnacionales de ciudadanía.
  • B) Razones normativas. Si aceptamos que tenemos deberes y derechos respecto a aquellos que nos afectan y son afectados por nuestras acciones, hoy más que nunca formamos parte de un solo mundo, puesto que la interacciones directas e indirectas entre los humanos son constantes y generalizadas. En consecuencia, las demandas sobre los bienes y las cargas de la justicia se dirigen a todos los humanos como responsables y se refieren también a todos ellos como destinatarios.

Así pues, las condiciones del mundo actual y la conciencia moral contemporánea impulsan una ciudadanía cosmopolita. Parece razonable pensar que el ámbito de poder y jurisdicción de las instituciones políticas ha de estar en correspondencia con el ámbito de los problemas y de las interacciones sociales, para que sea posible su control político. La solución de los problemas de la justicia y de los derechos, o el control democrático de la vida social y económica no pueden plantearse ya como una suma de respuestas estatales o locales a los problemas.

Incluso los problemas y demandas locales han de entenderse y abordarse también en un marco global: no se puede pensar el problema de la construcción de un orden social interno justo sin un sistema de justicia cosmopolita. No obstante, se suele descartar la hipótesis de una Estado (federal) mundial, que sería peligroso por establecer un poder sin límite, e ineficaz por la extensión y complejidad de su ámbito de acción.

Hay un acuerdo generalizado en sostener que el espacio político actual es y debe seguir siendo plural, y que la política cosmopolita ha de desarrollarse en diversos niveles, que van de lo estrictamente local a lo global, con diversos modos y ámbitos de acción y responsabilidad. Y en que esta pluralidad de espacios políticos ha de corresponderle lógicamente una transformación de la noción y la realidad de la ciudadanía que ahora habrá de hacerse múltiple y plural.

Sobre como puede articularse este espacio político global y plural. Suele apelarse a un criterio de subsidiariedad, pero subsiste el problema de la delimitación de competencias en caso de conflicto. La propuesta de una ciudadanía cosmopolita suscita, sin embargo, fuertes objeciones. Podemos hablar de una objeción estatal-comunitarista, que sostiene que la ciudadanía robusta solo es posible en el nivel nacional. Y la política es “vernácula”, requiere un medio lingüístico y cultural que haga posible la comunicación.

Puesto que no existe una comunidad cultural de la Humanidad, ni instituciones mundiales responsables y sostenidas por los ciudadanos, la ciudadanía mundial es utópica o metafórica. Por otra parte, se objeta que la ciudadanía mundial sería un estatus universal de derechos cuya dimensión democrática se desvanecería. Frente a estas objeciones los cosmopolitas apelan a la realidad del desarrollo de redes de agentes transnacionales, organizadas en torno a intereses compartidos, así como la existencia de instituciones de integración supranacional y transnacional. La dificultad de la propuesta cosmopolita se hace patente al comprobar los obstáculos con que topan los más pequeños pasos en la apertura de fronteras y en la integración entre estados o lo difícil que resulta la convivencia intercultural.

Basado en La actualidad de la ciudadanía, de Fernando Quesada.

Capítulo 10 de Ciudad y Ciudadanía. Senderos contemporáneos de la Filosofía Política. Ed. de Fernando Quesada

El concepto de ciudadanía está en el centro de la filosofía política. La estabilidad e integración de las sociedades democráticas depende no solo de sus instituciones, sino de las disposiciones y actitudes de sus miembros respecto a lo público y de la convivencia y cooperación entre ellos.

Antes que nada hay que preguntar que es un ciudadano. Podemos fijar la aparición del concepto moderno de ciudadanía en el período de la Revolución Francesa. Es entonces cuando el significado de ciudadano deja de ser el de un súbdito libre de un soberano, situado bajo su obediencia y protección, y adquiere un nuevo sentido que en lo esencial es el actual. Podemos distinguir tres aspectos en esta nueva ciudadanía:

  • Los ciudadanos son sujetos considerados iguales legalmente, y ya no diferenciados por privilegios derivados del lugar, corporación o estamento en el que se ubican.
  • La ciudadanía tiene una dimensión política: el ciudadano es un sujeto político que participa, siquiera sea a través de sus representantes, en la creación de normas y el gobierno de asuntos públicos.
  • Es una condición nacional-estatal. El ciudadano forma parte de una entidad colectiva, la Nación o el Estado, que comprende al conjunto de los ciudadanos y tiene una identidad propia.

Muchos estudiosos distinguen tres dimensiones de la ciudadanía actual:

  1. La de los derechos. Es un estatus legal. Ser ciudadano es ser titular de ciertos derechos con los deberes correspondientes.
  2. La de la participación. Es una condición política. Lo que define al ciudadano es su capacidad de intervenir en los procesos políticos y formar parte de las instituciones públicas de gobierno de la sociedad.
  3. La de la identidad o pertenencia. La ciudadanía se entiende como pertenencia a una comunidad singular, ordinariamente identificada por una historia y unos rasgos étnicos o culturales propios.

Estos tres aspectos solo son separables analíticamente, hay relaciones complejas entre ellos. Por ejemplo, la atribución de los derechos puede ser determinada por la definición que se adopte de la identidad nacional y el tipo y la extensión de los derechos atribuidos al ciudadano configuran el significado y alcance político de la ciudadanía.

Entre las cuestiones que se plantean hoy respecto de la ciudadanía podemos destacar tres: Las relacionadas con la complejidad, estratificación y pluralidad de la ciudadanía. Es problemática la apertura de la ciudadanía tanto hacia adentro (admisión y exclusión del espacio cívico) como hacia afuera (ampliación en una dirección cosmopolita). Importa la calidad de la ciudadanía como condición de la estabilidad y el bienestar de las sociedades democráticas.

Ciudadanía, igualdad e identidad plural

El modelo unitario y universalista de ciudadanía nacido de las revoluciones del siglo XVIII define a ésta como un estatus de igualdad. El principio básico de la ciudadanía contemporánea es que en el ámbito de la comunidad política todos los sujetos que tienen la condición de ciudadanos son iguales ante la ley, con independencia de su estatus y circunstancias en otros ámbitos y niveles no políticos, como el sexo, linaje, domicilio, etc.. Y esa abstracción respecto a las condiciones que diferencia a los individuos en la vida social garantiza la igualdad en el plano jurídico y político.

Por eso la ciudadanía moderna es homogénea: nada diferencia entre sí a los ciudadanos en cuanto tales. Sin embargo, no sólo han sido excluidos históricamente de la ciudadanía muchos de los residentes en cada sociedad, sino que dentro del espacio cívico formalmente igual y homogéneo hay desigualdades de estatus. Hay una estratificación social real que convive con la igualdad formal de la ciudadanía y una diversidad que no es atendida por la concepción homogénea de la ciudadanía.

Fraser ha denominado demandas de redistribución a las que reclaman una igualdad social que haga real la igualdad formal de la ciudadanía. Estas demandas han movido las luchas políticas y sociales de los dos pasados siglos, y fruto de ellas es el desarrollo de la ciudadanía social. Pero aunque hoy los problemas de la justicia social han pasado a segundo plano en los debates de la ciudadanía, han pasado en cambio a tener el protagonismo en la teoría política actual las demandas de reconocimiento de la diversidad de identidades de colectivos y grupos sociales, y en particular de las identidades culturales.

Se reclama una rectificación del concepto de ciudadanía que se haga cargo de la diversidad sustancial de condiciones que se engloban bajo la figura unitaria del ciudadano. Las demandas de justicia social se orientan en la dirección de hacer real la igualdad de los ciudadanos, mientras que las demandas de reconocimiento requieren disolver la homogeneidad de la ciudadanía y abrir paso a la diferencia.

Ciudadanía social

La idea de una ciudadanía social tiene como presupuesto la tensión entre la igualdad y reciprocidad que entraña la ciudadanía en el plano legal y político, y la desigualdad material existente entre los ciudadanos. Es el ensayo Ciudadanía y clase social del sociólogo británico Marshall el que desarrolla el concepto de ciudadanía social. Pretende explicar como es posible que conviva la ciudadanía, que es un estatus de igualdad, con el capitalismo, que se rige por la lógica desigualitaria del mercado. Para ello representa el desarrollo histórico de la ciudadanía moderna como un progreso en el reconocimiento de los derechos inherentes al estatus de ciudadano.

Así, la ciudadanía civil comprende los derechos necesarios para la libertad individual, como la libertad personal y de movimiento, de pensamiento, etc., y la social abarca todo el espectro, desde el derecho de seguridad y a un mínimo bienestar económico al de compartir plenamente la herencia social y vivir la vida de un ser civilizado conforme a los estándares predominantes en la sociedad.

La ciudadanía social se realiza en el siglo XX, con el Estado del bienestar, desarrollado en Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Las políticas sociales del Estado del bienestar mostraron que es necesario actuar sobre la estructura social para garantizar eficazmente la autonomía individual frente a los límites del contexto social. Es verdad que la ciudadanía social no garantiza la igualdad material, pero, según Marshall, proporciona una igualación de estatus, en tanto que universaliza ciertas condiciones de “vida civilizada” por la vía de los derechos.

Desde la derecha se ha criticado la ciudadanía social porque los costosos derechos sociales requieren recursos fiscales que se detraen de otras posibles inversiones privadas y sobrecargan al Estado. Como alternativa, neoconservadores y neoliberales proponen la deprivatización de la asistencia social, así como la promoción de la iniciativa espontánea de la sociedad civil y de la responsabilidad y competitividad de los individuos. En cualquier caso, la ciudadanía social del Estado del bienestar no puede se considerada en nuestros días como un logro ya definitivo, más bien un espejismo.

La corriente dominante neoliberal, afianzada por los procesos de globalización económica la pone en riesgo. La solidaridad queda confiada a las organizaciones de la sociedad civil y los servicios asistenciales retornan a la iniciativa privada; en consecuencia, la ciudadanía social es vinculada al humanitarismo, cuando no al mercado. Además, los derechos sociales no han llegado a ser genuinamente incondicionales, como los demás derechos fundamentales. Para ser auténticos derechos inherentes a la ciudadanía, deberían ser universalmente garantizados, con independencia de la coyuntura económica. Su realización es problemática, ya que esta garantía requiere interferir en el libre funcionamiento del mercado.Y ya sabemos cómo se las gasta.

Por otra parte, la ciudadanía social ha estado ligada a la participación del mercado de trabajo. El Estado del bienestar se convirtió en canalizador de la distribución de la renta a través del pleno empleo y la regulación de los mercados de trabajo, y la redistribución de los recursos gracias al sistema de transferencias fiscales y a la emancipación relativa de los ingresos mercantiles en sanidad, educación, etc.. Hoy se abre camino la idea postproductivista de una ciudadanía no ligada al contrato y a la producción, sino a actividades guiadas por la solidaridad y la reciprocidad. En esta dirección se mueve la idea de una renta básica de la ciudadanía, basada en la reivindicación del “derecho a la existencia”. La renta mínima de ciudadanía podría reforzar los principios de la ciudadanía social, la universalidad de la ciudadanía y, sobre todo, desvincular la renta del trabajo retribuido.

Ciudadanía y diversidad cultural.

Del mismo modo que la desigualdad material desmiente la igualdad formal de la ciudadanía es hoy puesta en cuestión la concepción unitaria, homogénea de la ciudadanía, porque pasa por alto las diferencias de género, étnicas y culturales que subyacen a la esfera política. La demanda de reconocimiento de las identidades diferenciadas y, en particular, de la pluralidad cultural, ocupa hoy el primer plano: la perspectiva de la identidad cultural domina no solo en la teoría política, sino incluso en el diseño de las políticas públicas.

Ciudadanía y género

La situación de las mujeres en el espacio público muestra con especial claridad la insuficiencia del modelo universal abstracto de ciudadanía, y la necesidad de tener en cuenta la realidad particular y situada de los ciudadanos. La igualdad formal de la ciudadanía de las democracias liberales no ha impedido que las mujeres continúen siendo en la práctica ciudadanas de segunda, que votan, pero que ocupan un lugar secundario en la vida política.

Aunque el acceso a la ciudadanía sitúa a las mujeres en un plano de igualdad, esta será puramente nominal si no cambia su situación en la esfera doméstica o laboral: su presencia en el mundo público seguirá marcada por su situación subordinada en el privado.

La crítica apunta también a la homogeneidad del concepto de ciudadanía. En la comunidad democrática liberal caben las diferencias de opinión, pero no las diferencias culturales o de género, que son relegadas al ámbito privado. Esto tiene como consecuencia que los grupos excluidos o escasamente representados en la arena pública no pueden manifestar sus intereses y aspiraciones desde su propia perspectiva.

Por último, la esfera pública está construida sobre categorías específicamente masculinas, y definida en oposición (y a la vez sobre) la esfera doméstica en la que se confina a las mujeres. El mundo público está basado en la igualdad y el doméstico en la subordinación. El ciudadano es concebido prescindiendo de sus relaciones familiares y particulares, considerándose políticamente irrelevante en la vida doméstica. La supuesta ciudadanía universal es en realidad una ciudadanía masculina, que impone sus rasgos particulares como universales; y la dominación política y económica sobre las mujeres tiene sus raíces en este hecho.

Estas críticas apuntan a la necesidad de redefinir la ciudadanía en el sentido del reconocimiento y equiparación de los géneros. Pero se suelen distinguir dos propuestas al respecto:

  • Subraya la diferencia de características, capacidades e intereses de las mujeres, que se traduciría, en las propuestas más radicales, en la búsqueda de una manera específicamente femenina de situarse y actuar en la esfera pública.
  • Se propone alcanzar una situación de igualdad entre varones y mujeres que haga realmente irrelevante la diferencia sexual. La perspectiva de la igualdad propone remover los obstáculos que se oponen a la plena inclusión e igualdad que implica el concepto moderno de ciudadanía, hacer efectivas sus promesas incumplidas y lograr una auténtica ciudadanía común, haciendo irrelevantes las diferencias en las que se ha apoyado en el pasado la subordinación y exclusión de las mujeres.

Se ha esforzado por alcanzar la participación en igualdad de condiciones de hombres y mujeres tanto en el ámbito político como en el laboral, así como en el espacio doméstico. El enfoque de la igualdad dejó claro que no se puede avanzar en la equidad de género sin un objetivo de participación y distribución de recursos más justa y, para ello, como se defiende desde la diferencia, se requiere transformar los valores culturales que rigen el androcentrismo.

Basado en La actualidad de la ciudadanía, de Fernando Quesada.

Capítulo 10 de Ciudad y Ciudadanía. Senderos contemporáneos de la Filosofía Política. Ed. de Fernando Quesada

El grado de reconocimiento de los derechos humanos se halla lejos de ser uniforme en todo el mundo. Nos referimos a su rechazo o profundas divergencias con respecto a su carácter universal, alcance y validez. Estas diferencias en la comprensión de los derechos humanos nos llevan a preguntarnos como podemos argumentar en su favor.

La tradición del derecho natural afirma la existencia de derechos anteriores al ordenamiento jurídico. Su forma de fundamentar estos derechos varía según las épocas y las escuelas filosóficas. Las principales propuestas que han prevalecido pasan por configurar los derechos como un orden cósmico racional, como una  ley divina y como componente intrínseco de la racionalidad humana.

La idea de derecho natural.

Rastrear la oposición entre ley natural y ley positiva nos lleva al mundo griego clásico. Los diálogos de Platón son considerados un antecedente de la idea básica del derecho natural de que existen normas morales universales que pueden ser conocidas por la razón.

Aristóteles distingue la justicia natural de la multiplicidad y variedad de costumbres y leyes de los distintos pueblos. El estoicismo preparó el terreno para el desarrollo de la idea de derechos humanos al afirmar la existencia de una ley natural de la razón, inmutable y universalmente compartida por todos los humanos.

En la Edad Media, San Agustín y Santo Tomás hacen de la ley natural el reflejo de la esencia divina. El derecho natural basado en la razón, aunque subordinado al divino, es concebido como fundamento y límite del derecho positivo. La noción de ley natural exige simplemente la afirmación de una naturaleza humana racional que dicta normas básicas de conducta correcta. Esta convicción del derecho natural remite en su núcleo mismo a la regla de oro de la ética, a su norma más universal: no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti.

En las teorías del derecho natural antiguas y medievales, la especificación de las normas más allá de esta regla tan generalmente aceptada por todos los pueblos, está ligada a concepciones de la Naturaleza como realidad teológica inmutable y jerárquica que en los griegos es el orden cósmico y en la tradición judeocristiana, creación divina cuyo sentido es revelado por las Escrituras y sus intérpretes.

La idea moderna del ser humano como proyecto que se elige a sí mismo no parece compatible con esta comprensión del mundo y de la moral. Una teoría tendente a determinar en exceso lo que es bueno para los humanos y a condenar conductas que parecen apartarse de los fines naturales encuentra un terreno poco propicio en un mundo actual de radical afirmación de la diversidad y de la innovación.

Si además plantean pretensiones de validez jurídica, son incompatibles con la pluralidad de las sociedades actuales. Las guerras de religión del siglo XVI favorecerán la crisis de la fundamentación teológica dando lugar a la aparición del iusnaturalismo moderno que tiene un carácter laico y afirma la independencia del derecho natural con respecto a los poderes políticos y religiosos.

En la Modernidad, el derecho natural dejará de apoyarse en un orden natural y social previo y teológico y pasará a fundarse en una construcción racional basada en la libertad y la capacidad del ser humano de darse la propia ley. La dignidad especial del ser humano residiría en las capacidades racionales y fundamentalmente en la posibilidad de regirse por normas morales (razón práctica).

Los primeros derechos humanos tematizados serán los de libertad de conciencia, de pensamiento y garantías procesales. Los pensadores contractualistas liberales de los siglos XVII y XVIII enarbolaron el derecho natural para afirmar la libertad e igualdad de todos los hombres, impugnando la rígida y jerárquica división estamental del Antiguo Régimen.

Para Locke, los derechos naturales, en especial el de libertad y propiedad, son anteriores al contrato fundador del Estado y éste tiene por función el protegerlos. Con los teóricos del contrato, la legitimidad del Estado ya no reside en la voluntad divina, sino en la eficacia del poder para garantizar los derechos naturales. Estado de derecho y derechos humanos se hallan estrechamente ligados en su origen y fundamentación.

Con la distinción de esferas de aplicación de la moral y el derecho cobra forma la tradición liberal de pensamiento que conduce a las sociedades democráticas plurales de la actualidad. El intento de controlar las creencias de los individuos a través de la coacción es, según los ilustrados, una ingerencia indebida e inútil, ya que siempre se topará con la resistencia de la conciencia individual y la imposibilidad de cambiar de opinión solo debido al temor.

Discusiones teóricas contemporáneas.

 En las últimas décadas nos encontramos con la paradójica situación de que la aceptación internacional creciente de los derechos humanos se ve acompañada, al mismo tiempo de una gran reticencia a su fundamentación filosófica.

La experiencia de los procesos de descolonización, el multiculturalismo y la crítica postmoderna se conjugan para que incluso los representantes de la tradición racionalista teman incurrir en etnocentrismo, en imperialismo cultural y en ingenuidad metafísica si sostienen la universalidad de los derechos humanos.

Considerando que es imposible basarlos en la naturaleza humana o en la racionalidad, el postmoderno Richard Rorty sostiene que la cultura de los derechos humanos es un factum que no precisa fundamentación. A su juicio, se trata de una cultura desarrollada gracias a una educación sentimental que ha tenido lugar en sociedades con condiciones de vida favorables a la autoestima y a la dignidad personal. Esta educación se da en situaciones de seguridad, paz y prosperidad económica. Así, los derechos humanos no necesitarían fundarse en el reconocimiento verdadero de una naturaleza humana especial.

Solo es necesario el progreso de los sentimientos gracias a las historias tristes que nos sensibilizan. El temor a que un sistema jurídico legitimado únicamente por la voluntad popular pueda contener normas injustas ha llevado a buscar criterios de justicia externos al proceso democrático. Se trata de los derechos humanos concebidos como derechos morales anteriores al sistema de normas jurídicas. Su reconocimiento por parte del sistema jurídico proporcionaría a este la legitimidad buscada.

El enfrentamiento entre los pensadores ilustrados defensores de los derechos humanos y los anti-ilustrados que rechazaron en el siglo XIX estos derechos por considerarlos fruto de una abstracción racionalista prosigue en la actualidad en el debate entre procedimentales y sustancialistas:

  1. Las éticas sustancialistas sostienen que no se puede establecer la corrección de normas si no se apela a alguna concepción compartida de la vida buena. Lo propio de la moral no sería la discusión sobre normas justas universales, sino la reflexión sobre los bienes, fines y virtudes asumidos por la comunidad en la que se vive.
  2. Las éticas procedimentales, herederas del formalismo kantiano, ofrecen un enfoque contructivista de los derechos humanos. Conservan de la teoría de Kant una concepción de la ética según la cual el objetivo no debe ser recomendar contenidos morales concretos, sino ofrecer procedimientos que permitan legitimar o deslegitimar las máximas que guían la acción.

La propuesta rawlsiana se basa en un procedimiento contractual hipotético en el que las partes que negocian no conocen cual será su particular condición (velo de ignorancia), por lo que se ven impulsadas racionalmente a adoptar normas justas para todos, evitando así la posibilidad de quedar en una situación excesivamente desventajosa.

Los derechos humanos serían una categoría especial de derechos de aplicación universal que forman parte del derecho de gentes. Incluye en ellos los derechos básicos: a la vida, a la seguridad, a la propiedad personal, a un juicio justo, a la libertad de conciencia, a la asociación y a emigrar.

En sociedades no liberales, estos derechos serían reconocidos a las personas, no como ciudadanos, sino en tanto miembros de grupos, comunidades y corporaciones. En la ética de Habermas, los derechos humanos serán los que correspondan a todo ser humano por el hecho de ser humano. La reformulación habermasiana del imperativo categórico kantiano ordena someter la máxima de la acción a la consideración de todos los demás para hacer valer discursivamente su pretensión de universalidad.

Frente a la idea de consenso, Muguerza enfatiza el discurso, señalando que los derechos humanos nacieron justamente de la protesta frente a consensos ratificadores del status quo. Su fundamentación negativa o disensual de los derechos o alternativa del disenso apunta a que los derechos humanos han sido conquistados gracias a las protestas de individuos o grupos de individuos que se han rebelado contra consensos excluyentes. Muguerza parte de la segunda formulación del imperativo categórico kantiano (obra de tal modo que tomes a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin y nunca solamente como un medio), a la que llama imperativo de la disidencia, porque otorga la posibilidad de decir no a situaciones en las que prevalecen la indignidad, la falta de libertad o la desigualdad.

Danilo Zolo ha criticado los planteamientos de Habermas y de otros filósofos y juristas que consideran viable la aplicación universal de los derechos humanos (globalismo jurídico). Se trata de una nueva forma de etnocentrismo que intenta aplicar valores y principios provenientes del individualismo liberal a culturas como la islámica y la china en las que no existe una noción de libertad y de derecho fuera de la comunidad y de sus relaciones jerárquicas. A su juicio, el globalismo jurídico solo abre las puertas del militarismo humanitario por el que las potencias imperialistas se permiten la injerencia en los estados soberanos y genera resentimiento ante lo que es percibido como occidentalización del mundo.

Bobbio han llamado la atención sobre lo que ha llamado especificación de derechos o proceso de sucesión de declaraciones que atienden a situaciones de colectivos particulares. Algunos de estos derechos colectivos plantean problemas para el cumplimiento de los derechos humanos de primera generación. Las culturas son concebidas como repertorios fijos y homogéneos que deben ser protegidos incluso contra las veleidades de cambio de sus miembros. Esta posición extrema nos lleva a las antípodas de la afirmación liberal de los derechos fundamentales y constituye un serio peligro para la libertad de las mujeres.

Hay que insistir en la importancia de los derechos humanos para las épocas que se avecinan. Se trata de una herencia fundamental de la Modernidad. Con la globalización, hoy más que nunca es verdadera la observación de Kant: como se ha avanzado tanto en el establecimiento de una comunidad más o menos estrecha entre los pueblos de la Tierra, la violación del derecho en un punto de la Tierra repercute en todos los demás.

En el siglo XXI no disponemos de una metafísica y de una filosofía de la historia optimistas que nos aseguren el triunfo final de la justicia, pero el legado ilustrado de los derechos humanos, renovado a la luz de los retos actuales y del pensamiento crítico, constituye un baluarte que nos pone a resguardo tanto de los fundamentalismos religiosos de todo signo, como de la dinámica ciega de las fuerzas económicas reificantes.

Pero ¿quién se ha enterado? Fundamentalistas y fuerzas económicas reificantes desde luego no.

Basado en el capítulo 9. Los Derechos Humanos, un legado de la modernidad, de Alicia H. Puleo

Incluido en el libro Ciudad y Ciudadanía. Senderos contemporáneos de la filosofía política. Ed. de Fernando Quesada

Los derechos humanos se han definido como conjunto de facultades e instituciones que, en cada momento histórico, concretan las exigencias de la dignidad, la libertad y la igualdad humanas, que deben ser reconocidas positivamente por los ordenamientos jurídicos a nivel nacional e internacional.

Originalmente, se hablaba de derechos naturales, término caido en desuso, a la par que se ha generalizado en la cultura jurídica el término “derechos morales”, que enfatiza el carácter previo de los derechos de autonomía de los individuos como triunfos frente al Estado: la comunidad política no los “concede”, sino que “reconoce” que las personas los poseen.

En esto se diferenciarían de otro tipo de derechos. Otros autores prefieren hablar de “derechos fundamentales”. Pero esto no parece del todo adecuado porque mientras estos derechos no sean reconocidos por la sociedad política a través de su derecho positivo interno o con su adhesión a normas internacionales, no corresponde hablar de derechos. Por ello, convendría concebir los derechos fundamentales como “valores” si no han sido recogidos en un texto legal y como “normas jurídicas” válidas si ya han sido integrados en las leyes.

La expresión “derechos fundamentales” tendría la ventaja de aludir a los derechos de los individuos y los correspondientes deberes del Estado. Es ya habitual la clasificación que diferencia, al menos, tres generaciones de derechos humanos:

Primera generación

  • Lo constituyen los derechos civiles y políticos.
  • Giran en torno al valor de la libertad individual.
  • Se plasman políticamente en los documentos fundacionales de las primeras revoluciones burguesas.

Constant se refiere a estos derechos como la “libertad de los Modernos” o libertad civil, posibilitan la autonomía personal en el ámbito de lo privado. Los opone a la “libertad de los Antiguos” concebida como capacidad de participación en la vida política. La participación ciudadana en el establecimiento de las leyes implica obedecer normas racionales y aceptadas y no simplemente impuestas.

Desde estas primeras concreciones de la idea de derechos humanos absolutos e inalienables, se ha avanzado hacia su reconocimiento internacional como derechos positivos con la Declaración Universal de 1948 que reconoce a todo ser humano los derechos a la libertad, la igualdad, la dignidad, la vida y seguridad personal, etc. Con respecto a ellos se suele hablar de derechos fundamentales.

Son de obligado cumplimiento para todos los estados que hayan suscrito los tratados internacionales. Las dificultades para el reconocimiento de esta primera generación de derechos humanos no solo se advierten en la realidad política.

También han sido contestados en el ámbito intelectual. El énfasis en la defensa del individuo y sus derechos naturales absolutos ha suscitado el rechazo y las críticas de discursos en diferentes corrientes de pensamiento.

  • Para Bentham, los derechos naturales son ficciones y puede ser correcto sacrificar los intereses individuales por la mayor felicidad del mayor número.
  • El marxismo consideró los derechos humanos de primera generación como una ficción moral burguesa. Señaló que establecían una “mera igualdad formal” o igualdad ante la ley que nada tenía que ver con la “igualdad real”. Según Marx, se trataba de conceptos que serían innecesarios en la sociedad que iba a emerger de la revolución proletaria, ya que esta traería un hombre nuevo, respetuoso con sus semejantes.

Finalmente, corresponde recordar que la libertad y la igualdad de derechos proclamadas por el pensamiento liberal del XVIII hicieron posible un cambio fundamental en las relaciones sociales entre los sexos al dar lugar al surgimiento del feminismo. Como ha mostrado Celia Amorós, el feminismo es un producto moderno que nace de la lógica generalizadora de la democracia y consiste en universalizar los principios de igualdad de la Ilustración.

A finales del siglo XX, distintas formas de violencia ejercida contra las mujeres en todo el mundo, unificadas bajo el término de “violencia de género” o “violencia sexista”, han sido reconocidas como violación de los derechos humanos de las mujeres. Concepto que algun@s politicuch@s de tres al cuarto «que nos representan», quieren cargarse de un plumazo sin considerar la trascendencia que conllevan.

La segunda generación

  • Enuncia los derechos sociales y económicos a partir de las críticas socialistas originadas en el siglo XIX por la contradicción entre la igualdad ante la ley y la extrema desigualdad económica del capitalismo.
  • Se centran en el valor de la igualdad.
  • Es el fruto de las críticas socialistas, de la reivindicaciones de los sindicatos y de las propuestas de pensadores como Keynes.
  • Está relacionada directamente con el desarrollo del Estado del bienestar.

El Estado de derecho liberal tardará en convertirse en Estado democrático de derecho y más tardará aún en asumir el carácter “social” que le da esta segunda generación de derechos. Pero los derechos de esta generación estarán condicionados a las posibilidades materiales del Estado para su concreción. No pueden reclamarse judicialmente.

Su satisfacción depende de las decisiones de los representantes políticos y del grado de desarrollo económico de un país. Incluyen, entre otros, el derecho al trabajo, a igual salario por igual trabajo, a la educación, a un nivel de vida adecuado que asegure la alimentación, el vestido, la vivienda, etc.

Numerosas voces se han alzado en los últimos tiempos para señalar que, lejos de universalizar estos derechos, el proceso de globalización neoliberal los ha debilitado.¿Te suena?

Mientras que los liberales conservadores reducen los derechos humanos a su primera generación, conciben los impuestos que permiten la redistribución de recursos como violación del derecho de propiedad y proponen un Estado mínimo.

Liberales sociales y pensadores del republicanismo subrayan la interdependencia de ambas generaciones de derecho.

Los principios actuales de la Bioética combinan los dos modelos de reconocimiento de la dignidad humana. Tal como son definidos en el Informe Belmont, son una una traducción de los derechos humanos al lenguaje bioético:

  • el principio de beneficencia (devolver la salud a los enfermos y velar por su vida);
  • el principio de autonomía (requiere el consentimiento informado del paciente);
  • el principio de justicia (Estado social que asegure el derecho universal a la salud).

Las dos primeras generaciones de derechos se hallan recogidas en la Declaración Universal de Derechos Humanos de Naciones Unidas de 1948. Uno de los documentos más inútiles de la historia de la humanidad. Claro que proviniendo de una de las instituciones más inútiles de la humanidad, no podía ser de otra forma.

Tercera generación

Suele decirse que reclaman el derecho a gozar de un medio ambiente sano, no contaminado; el derecho a vivir en paz, sin guerras; los derechos colectivos de las minorías étnicas, religiosas y lingüísticas y el derecho a los pueblos al desarrollo, si bien no hay un total acuerdo sobre ellos.

Puede decirse que el interés por lo colectivo presente en los derechos socioeconómicos y culturales subsiste y se intensifica en esta tercera generación de la que se dice que está inspirada en el valor de la fraternidad.

La demanda de derechos ecológicos supone una crítica al desarrollo insostenible del modelo económico y civilizatorio vigente y, para algunas perspectivas críticas, también un abandono del antropocentrismo moral fuerte que solo otorga consideración moral a los humanos para situar a estos en el seno de la comunidad de los seres vivos, en una visión empática y menos arrogante del mundo natural.

Algunos hablan ya de una cuarta generación de derechos humanos. Incluyen derechos genéticos y biológicos cuyo adecuado reconocimiento y regulación vendría justificado por el desarrollo de las investigaciones biotecnológicas. No solo estamos ante la necesidad de proteger la privacidad de los datos genéticos concernientes a los individuos, sino ante un debate sobre la privatización del patrimonio genético animal y vegetal con vistas a su explotación.

 

Basado en el capítulo 9. Los Derechos Humanos, un legado de la modernidad, de Alicia H. Puleo

Incluido en el libro Ciudad y Ciudadanía. Senderos contemporáneos de la filosofía política. Ed. de Fernando Quesada